(Continuación del texto anterior)
La trama y el tiempo
Permitidme comenzar contandoos la historia del oso. Hace un año los muros de Roma estaban cubiertos de carteles con un gran oso enfurecido. Y la leyenda del cartel decía: "la forza del prezzo giusto": la fuerza del justo precio. Esperando el autobús tuve mucho tiempo de contemplar este oso. Refleja bien la historia de la modernidad.
En primer lugar, este oso sugiere que la trama fundamental de la historia es un progreso irresistible. Es un oso del que Darwin hubiera estado orgulloso, un vencedor en el proceso de la evolución. La historia humana es un proceso hacia adelante. Es también un símbolo de la economía mundial, del mercado. Lo que hace avanzar la historia humana es la economía. "La forza del prezzo giusto": la fuerza del justo precio. La historia humana es la narración de un proceso inevitable, a través de la liberalización del mercado. El mejor sistema económico debe triunfar. El oso es el vencedor.
Cuando yo era niño (y observandoos imagino que muchos de vosotros también erais niños en esa época) se podía todavía creer justamente que la humanidad estaba en el camino de un futuro radiante. Pero también se perfilaban ya sombras. Nací una semana antes del fin de una guerra que tuvo cincuenta millones de muertos. Hemos sabido, poco a poco, del holocausto y los seis millones de judíos muertos en los campos de exterminio. Crecí bajo la amenaza de las bombas. Recuerdo a mi madre haciendo acopio de cajas de conservas en la bodega, por si estallaba una guerra nuclear. Y, sin embargo, era posible aún agarrarse a la idea de que la humanidad avanzaba. Cada año veíamos la independencia otorgada a nuestras antiguas colonias; la medicina eliminaba enfermedades como la tuberculosis y la malaria. Seguramente pronto se vería también el final de la pobreza. Incluso los aviones y los coches iban más deprisa cada año. Las cosas irían a mejor. Hoy estamos menos seguros de nosotros. La zanja entre ricos y pobres continúa ahondándose. La malaria y la tuberculosis están de vuelta y, de aquí a un año, habrá probablemente cuarenta millones de personas afectadas de sida. Sólo en Europa el paro afecta a veinte millones de personas. Los sueños de un mundo justo parecen estar alejándose. ¿A dónde va la humanidad? ¿Tiene sentido nuestra historia, tiene alguna dirección? O bien ¿estamos dando vueltas, vagando en el desierto, sin acercarnos, en absoluto, al país de la tierra prometida? Incluso la Iglesia que parecía orientarse hacia una renovación y una nueva vida en el Concilio Vaticano II, no parece saber a dónde va.
Hay en el corazón de la modernidad una contradicción, y eso es lo que hace que su historia ya no sea plausible. Por un lado, el oso es efectivamente irresistible. Por todas partes el mercado mundial triunfa de todos sus enemigos. El comunismo ha caído en la Europa del Este, e incluso, en China parece estar a punto de sucumbir. Pero por otro lado la historia no nos conduce al Reino. Lo que nosotros tenemos ante los ojos es la pobreza creciente y la guerra. Incluso los tigres asiáticos están enfermos. El oso es irresistible, pero está despedazándonos. Así la trama de los tiempos modernos contiene una insoportable contradicción. Ya no podemos encontrarnos ahí.
No podemos vivir sin historia. Como hemos llegado a dudar de la marcha del futuro de la humanidad se necesitan otras historias para llenar el vacío. Serán quizás historias milenarias del fin del mundo, historias de extraterrestres, historias de victoria en la copa del mundo (bravo por Francia…). Con bastante frecuencia es lo que llamamos en inglés "soap operas", las series insignificantes de televisión. Recientemente el último episodio de una "soap operas"
ha sido vista en los Estados Unidos por ochenta millones de personas. Los restaurantes cerraron por la tarde. El anuncio de que un asteroide gigante chocaba contra la tierra el 26 de Octubre del 2028 ha levantado menos interés. Habiendo cesado de creer en el mito del progreso, nos refugiamos en la ficción.
Es quizá la sed de una historia lo que explica la extraordinaria reacción ante la muerte de la princesa Diana. Los ingleses son, como sabéis, gente muy poco emotiva o, al menos, así les gusta imaginárselos a los franceses, pero nunca he visto una pena semejante. Era como si la historia en el corazón de la humanidad se hubiera cerrado bajo el puente de París. Millones de personas han llorado como si hubieran perdido a su mujer, su marido, su hijo o su madre. Por todas partes adónde voy sé que al final van a preguntarme por la princesa. Después de esta conferencia espero responder alguna pregunta sobre ella… En Vietnam me dijeron, incluso, que me parecía al príncipe Guillermo. Me encantó oírlo, pero estas gentes son de una cortesía tan extrema… Fue el "soap operas" del mundo. Tal vez su historia decía algo a tanta gente justamente porque en ella podíamos vernos nosotros mismos. Era una persona buena, pero no perfecta, que se interesaba realmente por los otros, alguien para quien la vida hubiera debido ser maravillosa y, sin embargo, inexplicablemente fue un fracaso. Es una historia triste y fútil, evocando la futilidad resentida de tantas personas que se preguntan a dónde va su vida.
¿En qué sentido puede la vida religiosa sugerir otra trama, una historia alternativa?
Dejadme que os proponga otra imagen. Este año celebré la Pascua en un monasterio de monjas dominicas contemplativas. El monasterio estaba edificado en una colina detrás de Caracas, en Venezuela. La iglesia estaba llena de gente joven. Encendimos el cirio pascual y lo colocamos en su soporte. Una monja joven, acompañándose de la guitarra, entonó un canto de amor junto al cirio. El canto tenía toda la ronca pasión de Andalucía. Confieso que me conmovió enormemente contemplar esta imagen de la monja entonando, en medio de la oscuridad de la noche, un canto de amor al fuego recién nacido. Esta imagen sugería que estamos cogidos por otro drama, por otra historia. Esta es nuestra historia, y no la del oso enfurecido que devora a sus rivales.
En primer lugar la monja que canta en la noche sugiere que la trama fundamental de la historia de la humanidad no es ya la que representaba el oso. Allá afuera, en el jardín, el celebrante había grabado el cirio diciendo estas palabras: "Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega. El tiempo entero le pertenece y todas las edades. A El poder y gloria por los siglos de los siglos. Amén".
La vida religiosa es, quizá, ante todo, un Amén viviente a esta perspectiva temporal más larga. Es en esta extensión de la historia entre el alfa y el omega, desde la creación hasta el Reino, donde todo ser humano debe encontrar su sentido. Nosotros somos los que viven para el Reino, para el tiempo en que, como dijo Julián de Norwich, "todo estará bien, toda suerte de cosas serán buenas".
La vocación que saca más radicalmente a la luz esta apertura del futuro es la de los monjes y monjas contemplativos. Su vida no tiene ningún sentido si no están en el camino del Reino. El cardenal Basil Hume es el cristiano más respetado en Inglaterra en parte porque es monje. Él ha escrito esto de los monjes: "Nosotros no consideramos que hayamos tenido una misión o una función particular en la Iglesia. No fuimos destinados a cambiar el curso de la historia. Estamos allí, es todo, casi por accidente desde un punto de vista humano. Y, felizmente, continuamos estando allí. Es todo".
Los monjes están allí, es todo, y su vida no tiene ningún sentido sino es anunciar el final de los tiempos, este encuentro con Dios. Están como esas gentes que esperan la parada del autobús. Sólo el hecho de que ellos estén allí indica que el autobús debe llegar con toda seguridad. No tiene sentido provisional o sentido parcial. Ni niños, ni carrera, ni realizaciones, ni promoción, ni utilidad. Es por una ausencia de sentido por lo que su vida revela una plenitud de sentido que no podemos definir. Todo, como la tumba vacía, anuncia la Resurrección o el destello en la órbita de una estrella, señala al invisible planeta.
El monacato occidental nació en un momento de crisis. Mientras el Imperio Romano moría lentamente bajo los asaltos de los bárbaros, Benito marchó a Subiaco y fundó una comunidad de monjes. Entonces, cuando la historia de la humanidad parecía no ir a parte alguna, Benito fundó una comunidad de gentes para quienes la vida no tenía otro sentido que el de indicar este fin último, el Reino.
Se podría decir que la vida religiosa nos fuerza a vivir abiertamente y a descubrir la crisis moderna. La mayoría de la gente sigue un modelo de vida y una historia que permite mantener la pregunta principal a distancia. Una vida puede tener su propia significación en el enamorarse, casarse, tener hijos, luego nietos. La historia de otro encontrará su sentido en una carrera, en escalar puestos de promoción, haciendo fortuna e, incluso, alcanzando notoriedad. Se pueden contar muchas historias para dar un modelo provisional en un sentido a nuestra estancia en la tierra. Y esto es justo y bueno. Pero nuestros votos no nos ofrecen esta consolación. No tenemos matrimonio que dé forma a nuestra vida. No tenemos carreras. Estamos desnudos frente a la pregunta ¿qué sentido tiene la vida humana?.
No basta con sentarse y esperar la venida del Reino. Los hermanos más jóvenes no están, a veces, de acuerdo conmigo, pero es preciso salir de la cama cada mañana para hacer algo. Incluso los monjes y las monjas deben hacer algo. Recuerdo haber preguntado un día a un hermano, particularmente perezoso, por lo que él hacía. Me respondió que él era "signo escatológico", esperando la venido del Reino. ¿Cómo valoramos lo que hacemos ahora? La mayoría de nosotros pasamos nuestros días en actitudes útiles, enseñando, trabajando en los hospitales, ayudando en las Parroquias, ocupándonos de los olvidados. ¿Qué dice nuestra vida diaria de la historia de la humanidad?
Volvamos a esta monja joven. Estamos en el corazón de la noche y ella entona ese canto salvaje. Es en la noche cuando canta las alabanzas de Dios. Incluso en la oscuridad, entre el comienzo y el fin, se puede encontrar a Dios y glorificarlo. Ahora es el momento. Cuando espera ser asesinado, Jesús dice a sus discípulos: "En el mundo tendréis que sufrir. Pero ¡tened ánimo! Yo he vencido al Mundo (Jn. 16,33). Ahora es el momento de la victoria y la alabanza.
Esto sugiere un nuevo sentido del tiempo. Lo que da su forma al tiempo no es la historia del inevitable progreso hacia la riqueza y el éxito. La forma escondida de nuestra vida, es el crecimiento en la amistad de Dios, cuando nosotros Lo encontramos en el camino y decimos Amén. No es solamente el fin de la historia lo que le da sentido. El motivo de mi vida es el encuentro con Dios y mi respuesta a su invitación. Es lo que hace de mi vida no una simple continuación de acontecimientos sino un destino. Como dijo Cornelius Ernst, O.P.: "El destino es la llamada y la invitación del Dios del amor, a lo que nosotros deberíamos responderle con un sentimiento creador y lleno de amor". Incluso en las tinieblas, en la desesperación, cuando ya nada tiene sentido, podemos encontrar al Dios de la vida. Como escribió un filósofo judío: "Cada instante puede ser la pequeña puerta por la que el Mesías puede entrar". La historia de nuestras vidas es la historia de este encuentro con el Dios que viene en la oscuridad como un amante. Es lo que nosotros celebramos glorificándolo.
Algunos de los momentos más emotivos que yo he vivido durante estos seis últimos años, han sido ocasiones de compartir con mis hermanos y hermanas la alabanza de Dios en las circunstancias más difíciles. En un monasterio, en Burundi, después de haber viajado a través de un país desgarrado por la violencia étnica; en Iraq, mientras esperábamos que cayeren las bombas; en Argelia, con nuestro hermano Pedro Claverie antes de su asesinato. Es esencial para la vida religiosa que cantemos las alabanzas de Dios, incluso en la noche. Cantamos los salmos, el tehillim, el libro de las alabanzas. Medimos la jornada por las horas del Oficio Divino, en la Liturgia de los salmos, y no solamente por las horas mecánicas del reloj. "Siete veces al día te glorifico". Al menos dos veces para la mayoría de nosotros.
Recuerdo una historia que ilustra bien cómo el tiempo de la alabanza puede coincidir con el tiempo del reloj, el tiempo de la modernidad. Cuando uno de mis hermanos era pequeño, en la escuela, vino un día un dentista a dar un curso de higiene dental a los niños. Preguntó en la clase cuándo era preciso lavarse los dientes. Silencio absoluto. El insistió: "¡Vamos!, ¿no sabéis cuándo debéis cepillaros los dientes? ¿Por la mañana, por la tarde…?". Esto debió desencadenar un resorte en el espíritu de estos buenos pequeños católicos que sabían bien su catecismo. Respondieron todos: "Antes y después de las comidas". "Excelente", dijo el dentista, y los niños añadieron: "En la tentación y a la hora de nuestra muerte". Pues bien, ¡si nosotros nos cepilláramos siempre los dientes en el instante de las tentaciones, podríamos evitar muchos pecados!.
Este ritmo regular de la alabanza es algo más que el simple optimismo de que todo acabará bien al final. Proclamamos que, incluso ahora, en el desierto, el Señor de la vida viene a nosotros y da forma a nuestra existencia. En este sentido la vida religiosa debería ser verdaderamente profética, pues es el profeta el que ve el futuro haciendo irrupción en el presente. Como dijo Habaquq: "Pues aunque la higuera no brotara ya; y aunque no hubiera ya nada que cosechar en las viñas, y aunque el fruto del olivo fallara,(…). ¡yo, sin embargo, me regocijaré en Yahvé, saltaré de alegría en Dios, mi salvador! (3,17-18).
Recientemente me encontré con los promotores de Justicia y Paz de la Orden para América Latina. Es una nueva generación, ¡no viejos sexagenarios como yo! Hombres y mujeres jóvenes que tienen un sueño en la vida. Yo esperaba encontrarlos desanimados, vista la situación económica que empeoraba, la violencia que se acrecentaba, la desintegración social en su continente. ¡En absoluto! Dicen que es justamente ahora, cuando han desaparecido todas las utopías, cuando el Reino parece más lejano que nunca, cuando nosotros, los religiosos, debemos jugar nuestro papel. Nadie más podría soñar ahora. Pero se lucha hoy por un mundo más justo, cuando se tiene la impresión de no avanzar. Esto significa que es preciso ser una persona de profunda oración. Como ha escrito nuestro hermano brasileño, Frey Betto: "Hoy, para creer en la justicia y en la paz, es necesario ser un místico".
Fr. Timothy Radcliffe, O.P.
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