¿Soy feliz? Mi vida, ¿es una vida feliz? ¿Soy feliz en mi matrimonio? ¿Me siento feliz con mi familia, en mi trabajo, con mi iglesia? ¿Dentro de mi propio pellejo, me siento feliz?
¿Son éstas acaso buenas preguntas para cuestionarnos? No. Son preguntas con las que nos torturamos a nosotros mismos. Cuando confrontamos nuestras vidas con honestidad es más probable que este tipo de preguntas sobre la felicidad nos traiga lágrimas a nuestros ojos, más que solaz a nuestras almas, porque, por muy bien que marchen nuestras vidas, ninguno de nosotros nos sentimos perfectamente realizados. Siempre hay sueños irrealizados. Siempre hay áreas de frustración. Siempre hay tensiones. Siempre hay hambres más profundas que hay que calmar. Y, como dice Karl Rahner tan patéticamente, siempre estamos sufriendo la angustia de la insuficiencia de todo lo que es alcanzable, mientras vamos aprendiendo que aquí en esta vida no hay sinfonía acabada. Siempre vivimos nuestra vida calladamente a la desesperada. Muchísimas veces no es fácil sentirse feliz.
Pero nos estamos formulando las preguntas incorrectas. La pregunta no habría de ser: ¿Soy feliz? Más bien las preguntas habrían de ser: ¿Es mi vida relevante? ¿Tiene sentido mi vida? Mi matrimonio, ¿tiene sentido? ¿Hay sentido en mi familia? ¿Encuentro sentido a mi trabajo? ¿Hay sentido al interior de mi iglesia? Necesitamos preguntarnos las cuestiones profundas sobre nuestra vida, con respecto al sentido más que con respecto a la felicidad, porque, por lo general, tenemos un concepto falso, demasiado idealizado y poco realista de la felicidad.
Solemos equiparar la felicidad con dos cosas, placer y falta de tensión. De ahí que fantaseemos pensando que para ser felices necesitaríamos estar en una situación en la que nos sintiéramos libres de todas las tensiones que normalmente llegan en avalancha a nuestras vidas, como: presión, cansancio, fricciones interpersonales, dolor físico, problemas económicos, desilusión en nuestro trabajo, frustración con nuestras iglesias, decepción con los equipos de nuestros deportes favoritos, y cualquier otro quebradero de cabeza y angustia que puedan aparecer. Felicidad, tal como se la concibe superficialmente, quiere decir salud perfecta, relaciones perfectamente realizadas, puesto de trabajo perfecto, nada de tensión ni de ansiedad en la vida, nada de decepciones; y tiempo y dinero para disfrutar de la buena vida.
Pero no es eso lo que constituye la felicidad. Lo que constituye la felicidad es el sentido que damos a la vida; y el sentido no es contingente, que dependa de la ausencia de dolor o tensión en nuestra vida: Imagínate que alguien se hubiera acercado a Jesús mientras moría en la cruz y le hubiera preguntado: “¿Eh, tú, eres feliz ahí, arriba?” Su respuesta, estoy seguro, habría sido inequívoca: “¡No! ¡Y especialmente hoy no soy feliz!” Sin embargo, la perspectiva es totalmente diferente si le hubieran preguntado a Jesús, mientras pendía en la cruz: “¿Eh, tú, ya tiene sentido lo que estás haciendo ahí, arriba?” Efectivamente, puede darse un sentido profundo en algo, aunque no haya felicidad, en la forma en que nosotros superficialmente la concebimos.
Captamos esto con más facilidad cuando reflexionamos sobre varias etapas pasadas de nuestra propia vida. Mirando hacia atrás, desde la perspectiva de hoy, vemos que a veces ciertos períodos pasados de nuestras vidas, cargados con toda clase de luchas y en los que tuvimos que salir a flote con muy pocos recursos, fueron de hecho tiempos muy felices. Los recordamos ahora con calor y cariño. Eran tiempos significativos, con sentido, y nuestra perspectiva presente limpia el dolor a través del tiempo, depura el sufrimiento y hace resaltar el gozo y la alegría. Y a la inversa, podemos recordar ciertos períodos en los que haya habido placer y satisfacción en nuestra vida, pero esa fase aparece ahora claramente como un tiempo infeliz. Lo recordamos con un cierto remordimiento y pesar. Lo que entonces parecía luz, parece ahora como un tiempo de oscuridad.
C.S. Lewis, escritor y líder cristiano irlandés, enseñó que tanto la felicidad como la infelicidad influyen hacia atrás: Si nuestras vidas acaban en felicidad, nos damos cuenta de que hemos sido siempre felices incluso a través de los tiempos de prueba. Y así mismo, si nuestras vidas acaban en infelicidad, nos damos cuenta de que hemos sido siempre infelices, incluso en los períodos más placenteros de nuestra vida. Donde acabemos finalmente con respecto al sentido de vivir determinará si nuestras vidas han sido felices o no. Mucha gente, incluyendo a Jesús, sufrió gran dolor, pero vivió una vida feliz. Lamentablemente, lo contrario es también cierto. La felicidad tiene mucho más que ver con el sentido que le demos a la vida que con el placer.
En su autobiografía, “Sorprendido por la Alegría”, C. S. Lewis dice a sus lectores que su camino hacia el cristianismo no fue fácil. Según su propia confesión, Lewis fue “el converso más reacio en la historia de la cristiandad”. Pero una de las cosas que finalmente lo atrajeron al cristianismo fue precisamente el percatarse de que el sentido vale más que nuestra concepción normal de felicidad. Llegó a comprender, escribe, que la severidad de Dios es más amable y bondadosa que la blandura y debilidad del hombre; y que el mandamiento y obligación de Dios son nuestra liberación.
El dinero no puede comprar la felicidad. Puede comprar placeres, pero, como la vida misma finalmente nos enseña, el placer no es necesariamente felicidad.
¿Son éstas acaso buenas preguntas para cuestionarnos? No. Son preguntas con las que nos torturamos a nosotros mismos. Cuando confrontamos nuestras vidas con honestidad es más probable que este tipo de preguntas sobre la felicidad nos traiga lágrimas a nuestros ojos, más que solaz a nuestras almas, porque, por muy bien que marchen nuestras vidas, ninguno de nosotros nos sentimos perfectamente realizados. Siempre hay sueños irrealizados. Siempre hay áreas de frustración. Siempre hay tensiones. Siempre hay hambres más profundas que hay que calmar. Y, como dice Karl Rahner tan patéticamente, siempre estamos sufriendo la angustia de la insuficiencia de todo lo que es alcanzable, mientras vamos aprendiendo que aquí en esta vida no hay sinfonía acabada. Siempre vivimos nuestra vida calladamente a la desesperada. Muchísimas veces no es fácil sentirse feliz.
Pero nos estamos formulando las preguntas incorrectas. La pregunta no habría de ser: ¿Soy feliz? Más bien las preguntas habrían de ser: ¿Es mi vida relevante? ¿Tiene sentido mi vida? Mi matrimonio, ¿tiene sentido? ¿Hay sentido en mi familia? ¿Encuentro sentido a mi trabajo? ¿Hay sentido al interior de mi iglesia? Necesitamos preguntarnos las cuestiones profundas sobre nuestra vida, con respecto al sentido más que con respecto a la felicidad, porque, por lo general, tenemos un concepto falso, demasiado idealizado y poco realista de la felicidad.
Solemos equiparar la felicidad con dos cosas, placer y falta de tensión. De ahí que fantaseemos pensando que para ser felices necesitaríamos estar en una situación en la que nos sintiéramos libres de todas las tensiones que normalmente llegan en avalancha a nuestras vidas, como: presión, cansancio, fricciones interpersonales, dolor físico, problemas económicos, desilusión en nuestro trabajo, frustración con nuestras iglesias, decepción con los equipos de nuestros deportes favoritos, y cualquier otro quebradero de cabeza y angustia que puedan aparecer. Felicidad, tal como se la concibe superficialmente, quiere decir salud perfecta, relaciones perfectamente realizadas, puesto de trabajo perfecto, nada de tensión ni de ansiedad en la vida, nada de decepciones; y tiempo y dinero para disfrutar de la buena vida.
Pero no es eso lo que constituye la felicidad. Lo que constituye la felicidad es el sentido que damos a la vida; y el sentido no es contingente, que dependa de la ausencia de dolor o tensión en nuestra vida: Imagínate que alguien se hubiera acercado a Jesús mientras moría en la cruz y le hubiera preguntado: “¿Eh, tú, eres feliz ahí, arriba?” Su respuesta, estoy seguro, habría sido inequívoca: “¡No! ¡Y especialmente hoy no soy feliz!” Sin embargo, la perspectiva es totalmente diferente si le hubieran preguntado a Jesús, mientras pendía en la cruz: “¿Eh, tú, ya tiene sentido lo que estás haciendo ahí, arriba?” Efectivamente, puede darse un sentido profundo en algo, aunque no haya felicidad, en la forma en que nosotros superficialmente la concebimos.
Captamos esto con más facilidad cuando reflexionamos sobre varias etapas pasadas de nuestra propia vida. Mirando hacia atrás, desde la perspectiva de hoy, vemos que a veces ciertos períodos pasados de nuestras vidas, cargados con toda clase de luchas y en los que tuvimos que salir a flote con muy pocos recursos, fueron de hecho tiempos muy felices. Los recordamos ahora con calor y cariño. Eran tiempos significativos, con sentido, y nuestra perspectiva presente limpia el dolor a través del tiempo, depura el sufrimiento y hace resaltar el gozo y la alegría. Y a la inversa, podemos recordar ciertos períodos en los que haya habido placer y satisfacción en nuestra vida, pero esa fase aparece ahora claramente como un tiempo infeliz. Lo recordamos con un cierto remordimiento y pesar. Lo que entonces parecía luz, parece ahora como un tiempo de oscuridad.
C.S. Lewis, escritor y líder cristiano irlandés, enseñó que tanto la felicidad como la infelicidad influyen hacia atrás: Si nuestras vidas acaban en felicidad, nos damos cuenta de que hemos sido siempre felices incluso a través de los tiempos de prueba. Y así mismo, si nuestras vidas acaban en infelicidad, nos damos cuenta de que hemos sido siempre infelices, incluso en los períodos más placenteros de nuestra vida. Donde acabemos finalmente con respecto al sentido de vivir determinará si nuestras vidas han sido felices o no. Mucha gente, incluyendo a Jesús, sufrió gran dolor, pero vivió una vida feliz. Lamentablemente, lo contrario es también cierto. La felicidad tiene mucho más que ver con el sentido que le demos a la vida que con el placer.
En su autobiografía, “Sorprendido por la Alegría”, C. S. Lewis dice a sus lectores que su camino hacia el cristianismo no fue fácil. Según su propia confesión, Lewis fue “el converso más reacio en la historia de la cristiandad”. Pero una de las cosas que finalmente lo atrajeron al cristianismo fue precisamente el percatarse de que el sentido vale más que nuestra concepción normal de felicidad. Llegó a comprender, escribe, que la severidad de Dios es más amable y bondadosa que la blandura y debilidad del hombre; y que el mandamiento y obligación de Dios son nuestra liberación.
El dinero no puede comprar la felicidad. Puede comprar placeres, pero, como la vida misma finalmente nos enseña, el placer no es necesariamente felicidad.
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