sábado, 25 de febrero de 2012

Mirar al futuro, vivir el presente


La costumbre obliga a mirar al pasado, como si fuera lo único que realmente existiese. Ya sucedió, de algún modo, y podemos aprender de ello. Por eso investigamos en los libros, hacemos historia y guardamos recuerdos. Nos facilita enormemente la vida ir aprendiendo, poco a poco, a vivir en este pequeño mundo, y en este pequeño fragmento de toda su historia. Sin embargo, todos somos únicos. Y creemos que estamos aquí no de cualquiera manera, puestos por el azar o el destino, sino siendo libres, conquistando metas, haciendo elecciones, tomando rumbos y caminos que nos llevarán de un lugar a otro, que nos presentarán otras personas, que enriquecerán nuestra biografía. Mirar al pasado, insisto, considero que es imprescindible para saber vivir bien.

Lo anterior no implica, por otro lado, que toda la mirada del hombre, y mucho menos la más fuerte, sea esa. El futuro también aguarda y nos llama. Las grandes decisiones de la vida son también algo rompedoras, diferentes, arriesgadas y valientes. Las tesituras en las que somos capaces de encontrarnos, esos cruces de caminos sin resortes, sólo con un par de referencias, pero donde todo parece nuevo, nos enseñan la gran lección de la novedad de la existencia. De vez en cuando, una acontecimiento fuerte nos sacude para mostrar que “lo de siempre” y “seguir como hasta ahora”, es insuficiente a todas luces, y revela al mismo tiempo realidades totalmente nuevas. Estaban ahí, delante de nuestras narices. Y no nos percatábamos. Hablo, como no puede ser de otro modo, de la irrupción de algo nuevo, rompedor y deslumbrante en nuestra propia historia. Que nos cuenta, nos narra, nos avisa, nos previene y nos anuncia algo. ¿Para qué estás en este mundo? No sólo por qué, mirando al pasado, sino para qué. ¿Quién está esperando por ti? ¿Dónde te puedes situar? ¿De qué modo vivir? ¿Cuánto has actuado ya, y cuánto de auténtico tiene todo esto? Cuando nos planteamos estas preguntas, estamos tocando el corazón del mundo. Muy cerca de Dios. Dios muy cerca de nosotros. Y el amor, la vida, la paz, lo auténtico, la verdad son exigencias que se convierten en lo mejor de todo. En lo único necesario. Y, cueste lo que cueste, hay que estar en su órbita.

Si todos tuviéramos que sufrir un accidente aéro, una enfermedad grave, la pérdida de alguien cercano, o vivir un acontecimiento doloroso, lo primero que me saldría decir es que la vida es terriblemente injusta. Es inhumano vivir como persona. Aguardar el golpe y la agresión de la existencia para darnos cuenta de la realidad, de la fragilidad y de la bondad del mundo, de nuestras enormes posibilidades para ser felices y para hacer felices a los demás, para centrarnos en lo único importane. Sin embargo, no lo pienso. No creo que sea así, aunque los casos más llamativos vayan por este camino. Lo que sí que diría es que vivimos un sueño del que hay que despertar, que estamos aletargados y necesitamos tiempo para desentumecer los huesos y los músculos, y movernos realmente. Pero no es necesario ni imprescindible algo tan trágico.

En este tiempo especial, tiempo fuerte, tiempo de gracia, que llamamos Cuaresma, la Iglesia insiste por activa y por pasiva en ser radicales y sinceros en algunas cuestiones que darían un tumbo a todo nuestro mundo:

1. Centrar la mirada. El tiempo de preparación tiene sentido en tanto que nos encamina, nos entrena y nos enseña. Tonifica la vida. Vivir mirando al Hijo, al modo de Cristo Jesús. Poniendo en ello empeño. Porque la principio surgen agujetas, siempre viene la desorientación en un lugar nuevo, y sólo quien quiere estudiar sufre lo difícil que puede ser estar un par de horas seguidas pensando en lo mismo, con el corazón y la cabeza en aquello que llevamos entre manos. Pues si todo esto es importante, imagínate el esfuerzo que deberíamos hacer por centrar nuestra vida, que es lo más grande y nuestra mayor responsabilidad, en aquello que merece la pena.

2. Desechar, rechazar, alejarse. Porque todo cuanto no merece la pena, cuando estamos en un momento cumbre, de esos que no podemos vivir todos los días, se nos hacen nada y vacío. Vemos con claridad que hemos entregado tiempo, que nos ha robado la vida. Y toca purificar el corazón, empezando quizá por lo más importante. Centrarse, y descentrarse, van unidos.

3. Recuperar la imagen y el tesoro que llevamos dentro. Desescombrando ruinas interiores de otros tiempos, y modismos pasajeros. Dirigiéndonos al corazón de todo, al alma del mundo. Dejándonos mover por el Espíritu que clama dentro de nosotros mismos, y apartándonos de los ruidos que nos descentran y difuminan. Recuperar la imagen es saber de qué pasta estamos hechos. Que no somos mierda, sino diamante. Que no somos egoístas, sino verdaderos amantes del prójimo, auténticos amigos, hermanos para siempre.

4. Vivir vocacionalmente. Somos llamados a lo más grande, que puede ser algo muy sencillo por otro lado. Quizá a nuestro alrededor estemos sintiendo la llamada de algo particular, que comienza a hacerse importante. En la casa, en el ambiente. Viendo a los demás, sintiéndonos responsables con ellos. Y ése es el camino por donde todo empieza, los primeros pasos de la senda vocacional. Quien ha descubierto ya su lugar en el mundo, debe purificarlo. Quien todavía anda a ciegas, como si no hubiese nada para él, debe confiar y arriesgar. El primer paso es decisivo. Orienta todo. Marca un antes y un después. Quien ha gustado una vida vocacionalmente vivida, desde el corazón y con una meta alta, sabe de qué estoy hablando. No es cualqueir cosa, y no es para unos pocos privilegiados. Mucho de este trayecto es confiar, dejarse acompañar, seguir fiándose y ser fiel a lo recibido. Sobre todo esto último. Porque no se trata de “añadir” para escapar, ni para maquillar, ni aparentar. Sino dejar salir del corazón cuanto hay de hermoso en él.

¿Qué es todo esto sino convertirse? ¿Crees que puedes solo? ¡Déjate hacer! ¡Déjate acompañar!

lunes, 20 de febrero de 2012

No basta con sentarse y esperar la venida del Reino

(Continuación del texto anterior)

La trama y el tiempo

Permitidme comenzar contandoos la historia del oso. Hace un año los muros de Roma estaban cubiertos de carteles con un gran oso enfurecido. Y la leyenda del cartel decía: "la forza del prezzo giusto": la fuerza del justo precio. Esperando el autobús tuve mucho tiempo de contemplar este oso. Refleja bien la historia de la modernidad.

En primer lugar, este oso sugiere que la trama fundamental de la historia es un progreso irresistible. Es un oso del que Darwin hubiera estado orgulloso, un vencedor en el proceso de la evolución. La historia humana es un proceso hacia adelante. Es también un símbolo de la economía mundial, del mercado. Lo que hace avanzar la historia humana es la economía. "La forza del prezzo giusto": la fuerza del justo precio. La historia humana es la narración de un proceso inevitable, a través de la liberalización del mercado. El mejor sistema económico debe triunfar. El oso es el vencedor.

Cuando yo era niño (y observandoos imagino que muchos de vosotros también erais niños en esa época) se podía todavía creer justamente que la humanidad estaba en el camino de un futuro radiante. Pero también se perfilaban ya sombras. Nací una semana antes del fin de una guerra que tuvo cincuenta millones de muertos. Hemos sabido, poco a poco, del holocausto y los seis millones de judíos muertos en los campos de exterminio. Crecí bajo la amenaza de las bombas. Recuerdo a mi madre haciendo acopio de cajas de conservas en la bodega, por si estallaba una guerra nuclear. Y, sin embargo, era posible aún agarrarse a la idea de que la humanidad avanzaba. Cada año veíamos la independencia otorgada a nuestras antiguas colonias; la medicina eliminaba enfermedades como la tuberculosis y la malaria. Seguramente pronto se vería también el final de la pobreza. Incluso los aviones y los coches iban más deprisa cada año. Las cosas irían a mejor. Hoy estamos menos seguros de nosotros. La zanja entre ricos y pobres continúa ahondándose. La malaria y la tuberculosis están de vuelta y, de aquí a un año, habrá probablemente cuarenta millones de personas afectadas de sida. Sólo en Europa el paro afecta a veinte millones de personas. Los sueños de un mundo justo parecen estar alejándose. ¿A dónde va la humanidad? ¿Tiene sentido nuestra historia, tiene alguna dirección? O bien ¿estamos dando vueltas, vagando en el desierto, sin acercarnos, en absoluto, al país de la tierra prometida? Incluso la Iglesia que parecía orientarse hacia una renovación y una nueva vida en el Concilio Vaticano II, no parece saber a dónde va.

Hay en el corazón de la modernidad una contradicción, y eso es lo que hace que su historia ya no sea plausible. Por un lado, el oso es efectivamente irresistible. Por todas partes el mercado mundial triunfa de todos sus enemigos. El comunismo ha caído en la Europa del Este, e incluso, en China parece estar a punto de sucumbir. Pero por otro lado la historia no nos conduce al Reino. Lo que nosotros tenemos ante los ojos es la pobreza creciente y la guerra. Incluso los tigres asiáticos están enfermos. El oso es irresistible, pero está despedazándonos. Así la trama de los tiempos modernos contiene una insoportable contradicción. Ya no podemos encontrarnos ahí.

No podemos vivir sin historia. Como hemos llegado a dudar de la marcha del futuro de la humanidad se necesitan otras historias para llenar el vacío. Serán quizás historias milenarias del fin del mundo, historias de extraterrestres, historias de victoria en la copa del mundo (bravo por Francia…). Con bastante frecuencia es lo que llamamos en inglés "soap operas", las series insignificantes de televisión. Recientemente el último episodio de una "soap operas"

ha sido vista en los Estados Unidos por ochenta millones de personas. Los restaurantes cerraron por la tarde. El anuncio de que un asteroide gigante chocaba contra la tierra el 26 de Octubre del 2028 ha levantado menos interés. Habiendo cesado de creer en el mito del progreso, nos refugiamos en la ficción.

Es quizá la sed de una historia lo que explica la extraordinaria reacción ante la muerte de la princesa Diana. Los ingleses son, como sabéis, gente muy poco emotiva o, al menos, así les gusta imaginárselos a los franceses, pero nunca he visto una pena semejante. Era como si la historia en el corazón de la humanidad se hubiera cerrado bajo el puente de París. Millones de personas han llorado como si hubieran perdido a su mujer, su marido, su hijo o su madre. Por todas partes adónde voy sé que al final van a preguntarme por la princesa. Después de esta conferencia espero responder alguna pregunta sobre ella… En Vietnam me dijeron, incluso, que me parecía al príncipe Guillermo. Me encantó oírlo, pero estas gentes son de una cortesía tan extrema… Fue el "soap operas" del mundo. Tal vez su historia decía algo a tanta gente justamente porque en ella podíamos vernos nosotros mismos. Era una persona buena, pero no perfecta, que se interesaba realmente por los otros, alguien para quien la vida hubiera debido ser maravillosa y, sin embargo, inexplicablemente fue un fracaso. Es una historia triste y fútil, evocando la futilidad resentida de tantas personas que se preguntan a dónde va su vida.

¿En qué sentido puede la vida religiosa sugerir otra trama, una historia alternativa?

Dejadme que os proponga otra imagen. Este año celebré la Pascua en un monasterio de monjas dominicas contemplativas. El monasterio estaba edificado en una colina detrás de Caracas, en Venezuela. La iglesia estaba llena de gente joven. Encendimos el cirio pascual y lo colocamos en su soporte. Una monja joven, acompañándose de la guitarra, entonó un canto de amor junto al cirio. El canto tenía toda la ronca pasión de Andalucía. Confieso que me conmovió enormemente contemplar esta imagen de la monja entonando, en medio de la oscuridad de la noche, un canto de amor al fuego recién nacido. Esta imagen sugería que estamos cogidos por otro drama, por otra historia. Esta es nuestra historia, y no la del oso enfurecido que devora a sus rivales.

En primer lugar la monja que canta en la noche sugiere que la trama fundamental de la historia de la humanidad no es ya la que representaba el oso. Allá afuera, en el jardín, el celebrante había grabado el cirio diciendo estas palabras: "Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega. El tiempo entero le pertenece y todas las edades. A El poder y gloria por los siglos de los siglos. Amén".

La vida religiosa es, quizá, ante todo, un Amén viviente a esta perspectiva temporal más larga. Es en esta extensión de la historia entre el alfa y el omega, desde la creación hasta el Reino, donde todo ser humano debe encontrar su sentido. Nosotros somos los que viven para el Reino, para el tiempo en que, como dijo Julián de Norwich, "todo estará bien, toda suerte de cosas serán buenas".

La vocación que saca más radicalmente a la luz esta apertura del futuro es la de los monjes y monjas contemplativos. Su vida no tiene ningún sentido si no están en el camino del Reino. El cardenal Basil Hume es el cristiano más respetado en Inglaterra en parte porque es monje. Él ha escrito esto de los monjes: "Nosotros no consideramos que hayamos tenido una misión o una función particular en la Iglesia. No fuimos destinados a cambiar el curso de la historia. Estamos allí, es todo, casi por accidente desde un punto de vista humano. Y, felizmente, continuamos estando allí. Es todo".

Los monjes están allí, es todo, y su vida no tiene ningún sentido sino es anunciar el final de los tiempos, este encuentro con Dios. Están como esas gentes que esperan la parada del autobús. Sólo el hecho de que ellos estén allí indica que el autobús debe llegar con toda seguridad. No tiene sentido provisional o sentido parcial. Ni niños, ni carrera, ni realizaciones, ni promoción, ni utilidad. Es por una ausencia de sentido por lo que su vida revela una plenitud de sentido que no podemos definir. Todo, como la tumba vacía, anuncia la Resurrección o el destello en la órbita de una estrella, señala al invisible planeta.

El monacato occidental nació en un momento de crisis. Mientras el Imperio Romano moría lentamente bajo los asaltos de los bárbaros, Benito marchó a Subiaco y fundó una comunidad de monjes. Entonces, cuando la historia de la humanidad parecía no ir a parte alguna, Benito fundó una comunidad de gentes para quienes la vida no tenía otro sentido que el de indicar este fin último, el Reino.

Se podría decir que la vida religiosa nos fuerza a vivir abiertamente y a descubrir la crisis moderna. La mayoría de la gente sigue un modelo de vida y una historia que permite mantener la pregunta principal a distancia. Una vida puede tener su propia significación en el enamorarse, casarse, tener hijos, luego nietos. La historia de otro encontrará su sentido en una carrera, en escalar puestos de promoción, haciendo fortuna e, incluso, alcanzando notoriedad. Se pueden contar muchas historias para dar un modelo provisional en un sentido a nuestra estancia en la tierra. Y esto es justo y bueno. Pero nuestros votos no nos ofrecen esta consolación. No tenemos matrimonio que dé forma a nuestra vida. No tenemos carreras. Estamos desnudos frente a la pregunta ¿qué sentido tiene la vida humana?.

No basta con sentarse y esperar la venida del Reino. Los hermanos más jóvenes no están, a veces, de acuerdo conmigo, pero es preciso salir de la cama cada mañana para hacer algo. Incluso los monjes y las monjas deben hacer algo. Recuerdo haber preguntado un día a un hermano, particularmente perezoso, por lo que él hacía. Me respondió que él era "signo escatológico", esperando la venido del Reino. ¿Cómo valoramos lo que hacemos ahora? La mayoría de nosotros pasamos nuestros días en actitudes útiles, enseñando, trabajando en los hospitales, ayudando en las Parroquias, ocupándonos de los olvidados. ¿Qué dice nuestra vida diaria de la historia de la humanidad?

Volvamos a esta monja joven. Estamos en el corazón de la noche y ella entona ese canto salvaje. Es en la noche cuando canta las alabanzas de Dios. Incluso en la oscuridad, entre el comienzo y el fin, se puede encontrar a Dios y glorificarlo. Ahora es el momento. Cuando espera ser asesinado, Jesús dice a sus discípulos: "En el mundo tendréis que sufrir. Pero ¡tened ánimo! Yo he vencido al Mundo (Jn. 16,33). Ahora es el momento de la victoria y la alabanza.

Esto sugiere un nuevo sentido del tiempo. Lo que da su forma al tiempo no es la historia del inevitable progreso hacia la riqueza y el éxito. La forma escondida de nuestra vida, es el crecimiento en la amistad de Dios, cuando nosotros Lo encontramos en el camino y decimos Amén. No es solamente el fin de la historia lo que le da sentido. El motivo de mi vida es el encuentro con Dios y mi respuesta a su invitación. Es lo que hace de mi vida no una simple continuación de acontecimientos sino un destino. Como dijo Cornelius Ernst, O.P.: "El destino es la llamada y la invitación del Dios del amor, a lo que nosotros deberíamos responderle con un sentimiento creador y lleno de amor". Incluso en las tinieblas, en la desesperación, cuando ya nada tiene sentido, podemos encontrar al Dios de la vida. Como escribió un filósofo judío: "Cada instante puede ser la pequeña puerta por la que el Mesías puede entrar". La historia de nuestras vidas es la historia de este encuentro con el Dios que viene en la oscuridad como un amante. Es lo que nosotros celebramos glorificándolo.

Algunos de los momentos más emotivos que yo he vivido durante estos seis últimos años, han sido ocasiones de compartir con mis hermanos y hermanas la alabanza de Dios en las circunstancias más difíciles. En un monasterio, en Burundi, después de haber viajado a través de un país desgarrado por la violencia étnica; en Iraq, mientras esperábamos que cayeren las bombas; en Argelia, con nuestro hermano Pedro Claverie antes de su asesinato. Es esencial para la vida religiosa que cantemos las alabanzas de Dios, incluso en la noche. Cantamos los salmos, el tehillim, el libro de las alabanzas. Medimos la jornada por las horas del Oficio Divino, en la Liturgia de los salmos, y no solamente por las horas mecánicas del reloj. "Siete veces al día te glorifico". Al menos dos veces para la mayoría de nosotros.

Recuerdo una historia que ilustra bien cómo el tiempo de la alabanza puede coincidir con el tiempo del reloj, el tiempo de la modernidad. Cuando uno de mis hermanos era pequeño, en la escuela, vino un día un dentista a dar un curso de higiene dental a los niños. Preguntó en la clase cuándo era preciso lavarse los dientes. Silencio absoluto. El insistió: "¡Vamos!, ¿no sabéis cuándo debéis cepillaros los dientes? ¿Por la mañana, por la tarde…?". Esto debió desencadenar un resorte en el espíritu de estos buenos pequeños católicos que sabían bien su catecismo. Respondieron todos: "Antes y después de las comidas". "Excelente", dijo el dentista, y los niños añadieron: "En la tentación y a la hora de nuestra muerte". Pues bien, ¡si nosotros nos cepilláramos siempre los dientes en el instante de las tentaciones, podríamos evitar muchos pecados!.

Este ritmo regular de la alabanza es algo más que el simple optimismo de que todo acabará bien al final. Proclamamos que, incluso ahora, en el desierto, el Señor de la vida viene a nosotros y da forma a nuestra existencia. En este sentido la vida religiosa debería ser verdaderamente profética, pues es el profeta el que ve el futuro haciendo irrupción en el presente. Como dijo Habaquq: "Pues aunque la higuera no brotara ya; y aunque no hubiera ya nada que cosechar en las viñas, y aunque el fruto del olivo fallara,(…). ¡yo, sin embargo, me regocijaré en Yahvé, saltaré de alegría en Dios, mi salvador! (3,17-18).

Recientemente me encontré con los promotores de Justicia y Paz de la Orden para América Latina. Es una nueva generación, ¡no viejos sexagenarios como yo! Hombres y mujeres jóvenes que tienen un sueño en la vida. Yo esperaba encontrarlos desanimados, vista la situación económica que empeoraba, la violencia que se acrecentaba, la desintegración social en su continente. ¡En absoluto! Dicen que es justamente ahora, cuando han desaparecido todas las utopías, cuando el Reino parece más lejano que nunca, cuando nosotros, los religiosos, debemos jugar nuestro papel. Nadie más podría soñar ahora. Pero se lucha hoy por un mundo más justo, cuando se tiene la impresión de no avanzar. Esto significa que es preciso ser una persona de profunda oración. Como ha escrito nuestro hermano brasileño, Frey Betto: "Hoy, para creer en la justicia y en la paz, es necesario ser un místico".

Fr. Timothy Radcliffe, O.P.

sábado, 18 de febrero de 2012

El sentido de la vida religiosa hoy


El oso y la monja:

Se me pidió hablaros sobre "qué sentido tiene hoy la vida religiosa". La pregunta se impone con urgencia a los religiosos hoy porque muchos de entre nosotros se preguntan si el modo de vida, con el que estamos comprometidos, tiene el menor sentido. Hay menos vocaciones que antes en Europa Occidental; en Francia muchas Congregaciones disminuyen y algunas mueren; ser religioso hoy no aporta ya el mismo estatus ni el respeto que suscitaba.

1. A la búsqueda de una historia

Nos parece haber perdido nuestro papel en la Iglesia que parece convertirse en algo más clerical, y haber perdido, también, nuestra importancia en una sociedad donde los laicos hacen ahora tantas cosas realizadas antes, en gran parte, por los religiosos. Con el nuevo sentido de la santidad del matrimonio, nuestro modo de vida ya no se considera más perfecto que los otros. Es comprensible, pues, que muchos religiosos se pregunten: ¿Qué sentido tiene hoy la vida religiosa?"

En esta situación sería natural intentar encontrar el sentido de la vida religiosa en algo que nos es peculiar, algo que hacemos nosotros y que nadie más hace, algo que nos dé nuestro puesto especial, nuestra identidad específica. Somos como herreros en un mundo de automóviles a la búsqueda de un nuevo papel. Tengo la sensación de que ésta es una de las razones por las cuales nosotros, religiosos, con frecuencia hablamos con ardor de nosotros mismos como profetas. Decimos ser la parte profética de la vida de la Iglesia, ¡pero no como solución a nuestra crisis de identidad! Me gustaría, más bien, salir a otras partes a conocer el sentido de la crisis que atraviesa la sociedad occidental. Creo que la vida religiosa es más importante que antes y esto por la manera en que somos llamados a afrontar la crisis de sentido de nuestros contemporáneos. Nuestra vida debe ser una respuesta a la pregunta: "¿Qué sentido tiene hoy la vida humana?". Quizá éste haya sido siempre el testimonio primero de la vida religiosa.

Cómo se puede empezar a reflexionar en una cuestión tan amplia como la crisis contemporánea de sentido. Para decir algo que sea apropiado, sería necesario haber estudiado libros sobre lo modernidad y la postmodernidad. No los he leído. Mi excusa es que, viviendo en la carretera, no he tenido tiempo. Pero la verdad es que, si tuviera que leer estos libros, probablemente tampoco los comprendería. Están escritos principalmente para franceses inteligentes y ¡superan la comprensión de un inglés! Intentaré, por el contrario, un acercamiento más sencillo. Me gustaría proponeros el contraste entre dos imágenes, dos historias implícitas de la vida humana.

Toda cultura tiene necesidad de historias para encarnar la comprensión de lo que significa ser un ser humano, de lo que es un modelo de vida. Tenemos necesidad de historias que nos digan quiénes somos y a dónde vamos. Cuando una sociedad vive una crisis de sentido, uno de los síntomas es que las historias contadas por esta sociedad no dan ya sentido a nuestra experiencia. Ya no se adaptan. Cuando una sociedad atraviesa un momento de cambio profundo, entonces tiene necesidad de un nuevo tipo de historias que den sentido a su vida.

Mostraré que la crisis fundamental del sentido en nuestra sociedad es que la historia subyacente en la cultura europea, desde hace varios siglos, no tiene ya sentido. Es una historia de progreso, de supervivencia del más adaptado, del triunfo del más fuerte. El héroe de esta historia es el yo moderno. Él (generalmente es un hombre) está solo y está libre. Es la historia implícita de nuestras novelas, de nuestras películas, de nuestra filosofía, de nuestra economía y de nuestra política. Pero ha cesado de dar sentido a nuestra experiencia. Tomaré como símbolo de esta historia el cartel de un oso que, con bastante frecuencia, he visto en las paredes de Roma.

Así somos nosotros: una sociedad hambrienta de una nueva historia que dé algún sentido a nuestra identidad. Creo que el sentido de la vida religiosa consiste en responder a esta pregunta: "¿Qué sentido tiene hoy la vida humana?". La gente debe poder reconocer en nuestras vidas una invitación a ser, de una forma nueva, un ser humano. El símbolo de esta otra historia será para mí una monja cantando en las tinieblas de la noche junto al cirio pascual.

Deseo, pues, ofreceros este contraste entre dos imágenes, dos historias: la de un oso y una monja. Me gustaría ponerlos en contraposición considerando los tres elementos necesarios en toda narración: una historia que evoluciona en el tiempo; los acontecimientos que hacen avanzar la historia y los actores. Si nuestros contemporáneos se sienten perdidos y desorientados, hambrientos de sentido, es porque las historias modernas no dan ya sentido a nuestra experiencia del tiempo, de los acontecimientos y de lo que significa ser una persona. Nosotros, religiosos, deberíamos encarnar otra manera de estar en la vida.

Fr. Timothy Radcliffe, O.P.