En este día, contemplamos y revivimos en la liturgia la efusión del Espíritu
Santo que Cristo resucitado derramó sobre la Iglesia, un acontecimiento de
gracia que ha desbordado el cenáculo de Jerusalén para difundirse por todo el
mundo.
Pero, ¿qué sucedió en aquel día tan lejano a nosotros, y sin embargo, tan
cercano, que llega adentro de nuestro corazón? San Lucas nos da la respuesta en
el texto de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado (2,1-11). El
evangelista nos lleva hasta Jerusalén, al piso superior de la casa donde están
reunidos los Apóstoles. El primer elemento que nos llama la atención es el
estruendo que de repente vino del cielo, «como de viento que sopla fuertemente»,
y llenó toda la casa; luego, las «lenguas como llamaradas», que se dividían y se
posaban encima de cada uno de los Apóstoles. Estruendo y lenguas de fuego son
signos claros y concretos que tocan a los Apóstoles, no sólo exteriormente, sino
también en su interior: en su mente y en su corazón. Como consecuencia, «se
llenaron todos de Espíritu Santo», que desencadenó su fuerza irresistible, con
resultados llamativos: «Empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu
les concedía manifestarse». Asistimos, entonces, a una situación totalmente
sorprendente: una multitud se congrega y queda admirada porque cada uno oye
hablar a los Apóstoles en su propia lengua. Todos experimentan algo nuevo, que
nunca había sucedido: «Los oímos hablar en nuestra lengua nativa». ¿Y de qué
hablaban? «De las grandezas de Dios».
A la luz de este texto de los Hechos de los Apóstoles, deseo reflexionar
sobre tres palabras relacionadas con la acción del Espíritu: novedad, armonía,
misión.
1. La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más
seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos,
programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades,
gustos. Y esto nos sucede también con Dios. Con frecuencia lo seguimos, lo
acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta difícil abandonarnos a Él con
total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en
todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos
saque de nuestros horizontes con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para
abrirnos a los suyos. Pero, en toda la historia de la salvación, cuando Dios se
revela, aparece su novedad —Dios ofrece siempre novedad—, trasforma y
pide confianza total en Él: Noé, del que todos se ríen, construye un arca y se
salva; Abrahán abandona su tierra, aferrado únicamente a una promesa; Moisés se
enfrenta al poder del faraón y conduce al pueblo a la libertad; los Apóstoles,
de temerosos y encerrados en el cenáculo, salen con valentía para anunciar el
Evangelio. No es la novedad por la novedad, la búsqueda de lo nuevo para salir
del aburrimiento, como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que
Dios trae a nuestra vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo que nos da la
verdadera alegría, la verdadera serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere
nuestro bien. Preguntémonos hoy: ¿Estamos abiertos a las “sorpresas de
Dios”? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos
decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o
nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de
respuesta? Nos hará bien hacernos estas preguntas durante toda la jornada.
2. Una segunda idea: el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el
Iglesia, porque produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su
acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu
de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía.
En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Un Padre de la Iglesia
tiene una expresión que me gusta mucho: el Espíritu Santo “ipse harmonia est”.
Él es precisamente la armonía. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la
pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio,
cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en
nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y
cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes
humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Si, por el
contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la
diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad
en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los
Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del
Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica fundamental para los
cristianos, para cada comunidad, para todo movimiento. La Iglesia es quien me
trae a Cristo y me lleva a Cristo; los caminos paralelos son muy
peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá (proagon) de la doctrina
y de la Comunidad eclesial – dice el Apóstol Juan en la segunda lectura -
y no permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2Jn
v. 9). Así, pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu
Santo, superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia
y con la Iglesia?
3. El último punto. Los teólogos antiguos decían: el alma es una especie de
barca de vela; el Espíritu Santo es el viento que sopla la vela para hacerla
avanzar; la fuerza y el ímpetu del viento son los dones del Espíritu. Sin su
fuerza, sin su gracia, no iríamos adelante. El Espíritu Santo nos introduce en
el misterio del Dios vivo, y nos salvaguarda del peligro de una Iglesia gnóstica
y de una Iglesia autorreferencial, cerrada en su recinto; nos impulsa a abrir
las puertas para salir, para anunciar y dar testimonio de la bondad del
Evangelio, para comunicar el gozo de la fe, del encuentro con Cristo. El
Espíritu Santo es el alma de la misión. Lo que sucedió en Jerusalén hace
casi dos mil años no es un hecho lejano, es algo que llega hasta nosotros, que
cada uno de nosotros podemos experimentar. El Pentecostés del cenáculo de
Jerusalén es el inicio, un inicio que se prolonga. El Espíritu Santo es el don
por excelencia de Cristo resucitado a sus Apóstoles, pero Él quiere que llegue a
todos. Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, dice: «Yo le pediré al Padre
que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16). Es
el Espíritu Paráclito, el «Consolador», que da el valor para recorrer los
caminos del mundo llevando el Evangelio. El Espíritu Santo nos muestra el
horizonte y nos impulsa a las periferias existenciales para anunciar la vida de
Jesucristo. Preguntémonos si tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros
mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a la
misión. Recordemos hoy estas tres palabras: novedad, armonía, misión.
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