La llamada del Señor es personal, dirigida en concreto a mí. No es una pura invitación a voleo. La Biblia subraya este carácter personal llamando a los elegidos por su nombre: Abraham, Moisés, Samuel, Simón, María… Yo con mis deseos y mis miedos, con mis cualidades y limitaciones, con mi historia pasada y mi futuro abierto, he sido lla-mado por una llamada que aconteció en un momento de mi vida, pe-ro permanece para siempre. "Señor: tú has dicho mi nombre".
Esta llamada del Señor hace diana en el centro de la persona y desde allí va transformando toda la vida del llamado por fuera y por dentro. Por fuera se rompen los planes previos (profesión, vida afectiva). Por dentro, el corazón queda "tocado". Nacen otros objetivos, otros moti-vos, otros valores. Nace un hombre nuevo, una mujer nueva. La Bi-blia refleja en ocasiones este nuevo nacimiento con un recurso: Dios cambia el nombre al llamado: Abrán es ya Abraham, Jacob es Israel, Simón es Pedro, Saulo es Pablo.
La llamada del Señor hace que los llamados, siendo iguales, seamos "diferentes". Nos convertimos como los profetas, como Jesús, en ex-traños entre los nuestros. Nuestro criterio y nuestra sensibilidad ante los bienes materiales, el poder, el éxito personal son diferentes de los imperantes. Nos entristecen la superficialidad religiosa, los ídolos de la gente, la insensibilidad para con los pobres. Esta extrañeza nos hace sufrir (cfr. Jn. 20,7-9)
La llamada del Señor postula la entrega de todo el corazón y de toda la vida del llamado. La irrupción de Jesús en nuestra vida es tal que ya no sabemos ni queremos ni podemos existencialmente dedicar nuestras energías a otros intereses que los vinculados a la llamada. Este es el caso de Pablo y de tantos otros. El Nuevo Testamento no conoce para los llamados una "electrólisis" entre mi vida privada y el cumplimiento de mi ministerio. Todo queda consagrado. Consagrarse es entregarse totalmente (toda la persona) definitivamente (para to-da la vida) y exclusivamente (para un único servicio)
Una llamada tan radical despierta simultáneamente en nosotros el atractivo y el miedo, el deseo y la resistencia, el acelerador y el fre-nado del corazón humano.
"Soy tartamudo" dirá Moisés. "Soy todavía un niño que no sabe hablar" responderá Jeremías. "Otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieres" escuchará Pedro. El miedo a "perderse a sí mismo" y el sentimiento de desproporción entre la magnitud de la tarea y la limitación e indignidad convierten el corazón del llamado en un campo de batalla. "Quiero vivir a mi aire, ser como todos". Y a pesar de todo vuelve la pregunta, el atractivo, el consuelo, la volun-tad de entregarse.
Llamada acompañada de una promesa que se repite en el Antiguo y Nuevo Testamento:
"yo estaré contigo, con vosotros, hasta el final". No nos promete éxitos ni comodidades. Sí su apoyo y compañía cons-tantes. Más bien nos asegura que habrá cruz. Pero también la alegría como estado habitual
Hermanos y amigos: hemos sido llamados, convocados. Seamos también vocantes e invocantes.
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