domingo, 1 de julio de 2012

¿Que es la Vocación?


     Un domingo, a media mañana, me llamó el portero:
     —Una joven quiere hablar con usted.
     (Quienes no viven en un seminario no saben lo que son los porteros de seminario. No lo saben. No pueden saberlo).
     —¿No te he dicho mil veces que no recibo a nadie sin saber su nombre? ¡Anda, pregúntale cómo se llama! ¿Será Anamari?, añadí para mí.
     A los pocos segundos, por teléfono:
     —Efectivamente. Me ha dicho que sí.
     —Que sí, ¿qué?... Pero, ¿qué le has dicho?...
     —Si se llamaba Anamari. Y me ha contestado que sí. Ha puesto mala cara.
     —Pero, hombre... ¿por qué le has dicho?...
     Era inútil. Ya estaba hecho.
 
     La encontré llorando. Mal comienzo. Esos porteros...
     (Un día tengo que hablaros de los porteros de seminario: sus equívocos, sus olvidos... y su figura bucólica. Porque, a fin de cuentas, los porteros son nuestros pararrayos. Con sus anchas espaldas, ¡muy anchas!, su mirada «trascendente», su ritmo de eternidad, nos prestan un gran servicio. Cabezas de turco cuando las cosas van mal por su culpa o porque las cosas no siempre pueden ir bien).
     La saludé. Poco a poco se fue calmando.
     —Usted dirá, señorita.
     —Soy Anamari. (No la conocía personalmente). ¿Me esperaba usted?
     No estaba yo aquella mañana para rodeos:
     —La temía.
     —¡Algo malo habrá hecho entonces!...
     —Todos los días, al empezar la misa digo en voz alta que soy pecador. ¿Usted no?
     —Con ustedes no se puede discutir. Siempre quieren tener razón.
     (Lo que me temía: había venido a discutir, a acusarme. Mal panorama. Preferí entrar en materia directamente):
     —Anamari, con quien no se puede discutir es con Dios.
     —Esto ya me lo ha dicho Ernesto infinidad de veces.
     —Y usted, ¿qué opina?...
     —Yo no puedo opinar. Es toda la vida rota de repente. ¿Cómo Dios puede querer nuestro sufrimiento? Nunca hemos hecho nada malo. Usted lo sabe. ¡Nunca! Y ahora, de repente, «adiós, niña». ¿Por qué nos conocimos? ¿Por qué ha ido creciendo nuestro amor? Para tener que estrujarte el corazón y quedarte para vestir santos. Y luego vendrán ustedes hablando de la voluntad de Dios, de las almas de los pobrecitos infieles, del África y del Japón. Y de nuestro Señor que pasa y dice a Pedro y Andrés, a Santiago y Juan, y a Ernesto, claro: «Ven. Sígueme.» Todo muy bonito. La vocación. Tener vocación. ¿Cómo sabe usted que Ernesto tiene vocación? ¿Qué es la vocación? Un chico que vale, ¿verdad? Y, ¡a cazarle! Y por fin se ha salido con la suya. Y él, que es un cándido, ha caído como un bendito. Ir a las misiones. Pobrecito, y luego le destinarán de coadjutor a un pueblo de mala muerte. Y no se dan cuenta que alguien queda en la cuneta. Poco importa. ¡Es una mujer! El tiempo todo lo cura.
     Se echó a llorar. Había motivo.
   
   Conocí a Ernesto indirectamente. Un compañero suyo me habló de él muchas veces. Hasta que me lo presentó. Empezamos a tratarnos. A los dos nos encanta leer el «Tin Tin».
     Ernesto y Anamari salían juntos desde hacía dos años. Se querían de veras. Su alegría era contagiosa.
     Al año y medio Ernesto empezó a tener miedo de su felicidad. Curaría cuerpos, se querrían siempre mucho, su casa se llenaría de hijos, pero... ¿y los demás? Fue una larga maduración. Un doloroso descubrimiento.
     Anamari se equivocaba: nadie le había dicho nada. Era Dios. Era Dios que le hablaba a través de los cuerpos enfermos y de las pobres almas sin ideal. Era Dios. Y había sido ella misma, Anamari, la que le había afinado el oído.
     Oró largamente, y ella notó algo raro en sus ojos, como un mar profundo, lejano, cada vez más transparente y cada vez más hondo. Lloró a escondidas, porque si renunciar al amor siempre es difícil, renunciar a Anamari era heroico.
 
     —Padre, lo he visto claro. Estoy deshecho, pero no se puede discutir con Dios.
     En la vida sacerdotal hay momentos en los que se tiene la sensación de tocar el misterio con la palma de la mano. No sólo en la misa, no sólo al trazar una cruz sobre un corazón arrepentido. Somos puentes, pobres puentes solitarios, que unen Dios y los hombres, los hombres y Dios. Sencillos puentes, puentes olvidados. Pero también somos testigos de Dios, vemos, palpamos su obrar, tocamos el eco de su palabra, pobres puentes solitarios, escenario de Su amor y del amor de sus hijos.
     —Por si quedase alguna duda, que no me queda, acabo de encontrar una frase de san Pablo que no tiene réplica: « ¡Vamos, hombre! ¿Quién eres tú para pedirle cuentas a Dios? ¿Va a decirle la arcilla al que la modela: por qué me has hecho así?»
 
      —Anamari, temía su visita. Siempre es doloroso ver sufrir. El tiempo, tiene usted razón, no cura nada. El Señor, sí. Basta abrir el Evangelio para ver que pasó —y pasa— haciendo el bien. Las heridas del corazón han de lavarse primero con lágrimas —por eso encuentro normal que llore—, pero luego han de ponerse al Sol. El Señor pasará, está pasando, y dará sentido a su dolor.
     ¿Qué es la vocación? La de Ernesto, un servicio social. Ser padre no de sus hijos, sino de los hijos de Dios. La suya, de momento, un ofertorio. Alguien es ofrecido. Todos los que ofrecen ofrecen con amor, pero hay personas que ofrecen el amor.
     Esperaba su visita. Porque suponía su dolor, porque estoy cierto de su fe, he escrito tres frases detrás de una cartulina:
     La primera ya la habrá oído de labios de Ernesto: «Anamari, ¿quién eres tú para pedirle cuentas a Dios? ¿Va a decirle la arcilla al que la modela: por qué me has hecho así?».
     La segunda son palabras de una madre que acababa de perder a su hijo. Fíjese: «Frecuentemente es de Dios de quien tenemos envidia».
     La tercera es una definición bastante buena de la vocación de Ernesto y de su vocación, de mi vocación y de la vocación de cada cristiano: «La vocación es algo esencialmente social. Algo sustraído al capricho del individuo. Es realizar sencillamente la idea que Dios tiene de nosotros».

Pendientes de las siguentes partes de la historia...

 

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