Si yo tuviera que decir cuál es la mayor de las bienaventuranzas de este mundo señalaría, sin vacilar, que la de poder vivir de lo que uno ama. A continuación añadiría que una segunda y formidable bienaventuranza, aunque de segunda clase, es llegar a amar aquello de lo que uno vive.
Pero, curiosamente, parece que son pocos los que disfrutan de la primera y no muchos más los que conquistan la segunda. Porque charlas con la gente y casi todos te hablan mal de sus trabajos.- son abogados, pero sueñan ser escritores; médicos, pero les hubiera entusiasmado ser directores de orquesta; obreros, pero habrían sido felices siendo boxeadores o futbolistas. Son pocos, en cambio, los que reconocen haber nacido para ser lo que son y los que no se cambiarían de tarea si volvieran a nacer. Pero aún es más grave descubrir que un altísimo porcentaje de los humanos se muere sin llegar a descubrir cuál era su verdadera vocación. Y uso esta palabra en todo su alto y hermoso sentido.
Todos hemos sido llamados, por de pronto, a vivir. Fuimos, después, llamados al gozo, al amor y a la fraternidad, otras tres vocaciones universales. Y fuimos finalmente llamados a realizar en este mundo una tarea muy concreta, cada uno la suya. Todas son igualmente importantes, pero para cada persona sólo hay una -la suya- verdaderamente importante y necesaria. Porque la vocación no es un lujo de elegidos ni un sueño de quiméricos. Todos llevan dentro encendida una estrella. Pero a muchos les pasa lo que ocurrió en tiempos de Jesús: en el cielo apareció una estrella anunciando su llegada y sólo la vieron los tres Magos.
Efectivamente, no es que la luz de la propia vocación suela ser oscura. Lo que pasa es que muchos las confunden con las tenues estrellas del capricho o de las ilusiones superficiales. Y que, con frecuencia, como les ocurrió también a los Magos, la estrella de la vocación suele ocultarse a veces -y entonces hay que seguir buscando a tientas- o que avanza por los extraños vericuetos de las circunstancias. Y, sin embargo, ninguna búsqueda es más importante que ésta y ninguna fidelidad más decisiva. Todas las grandes cosas o salen de una pasión interior o amenazan inmediata ruina.
Supone después capacidad, coraje y lucha. Una vocación no es un sueño, un caprichillo pasajero, menos un afán de notoriedad. Todas las aventuras espirituales son calvarios. Y el que se embarque en una verdadera vocación sabe que será feliz, pero no vivirá cómodo. Supone, sobre todo, terquedad en la entrega. Un escritor que se desanima al segundo fracaso mejor es que no intente el tercero, porque no nació para eso. Sólo tiene vocación el que no sería capaz de vivir sin realizarla. Pero benditos los que saben adónde van, para qué viven y qué es lo que quieren, aunque lo que quieran sea pequeño. De ellos es el reino de estar vivos.
José Luís Martín Descalzo (Razones para la alegría)