Tengo suerte, Señor, y lo sé.
Tengo la suerte de conocerte, de conocer tus caminos, tu voluntad, tu Ley. La
vida tiene sentido para mí, porque te conozco a ti, porque sé que este mundo
difícil tiene una razón de ser, que hay una mano cariñosa que me sostiene, un
corazón amigo que piensa en mí, y una presencia de eternidad día y noche dentro
de mí. Conozco mi camino, porque te conozco a ti, y tú eres el Camino. El
pensar en eso me hace caer en la cuenta de la suerte que tengo de conocerte y
de vivir contigo.
Veo tal confusión a mi alrededor,
Señor, tanta oscuridad y tanta duda y tal desorientación en la vida de gentes
con las que trato, y en escritos que leo, que yo mismo a veces dudo y me
confundo y me quedo ciego en la oscuridad de un mundo que no ve. La gente habla
de sus vidas sin rumbo, de su falta de dirección, de seguridad, de certeza, de
su sentirse a la deriva en un viaje que no sabe de dónde viene ni a dónde va,
del vacío en su vida, de las sombras, de la nada. Todo eso me toca a mí de
cerca, porque todo lo que sufre un hombre o una mujer lo sufro yo con
solidaridad fraterna en la familia de la que tú eres Padre.
Mucha gente es en verdad “paja
que arrebata el viento”, colgados tristemente de los caprichos de la brisa, de
las exigencias de una sociedad competitiva, de las tormentas de sus propios
deseos. Son incapaces de dirigir su propio curso y definir sus propias vidas.
Tal es la enfermedad del hombre moderno y, según aprendo en tu Palabra, Señor,
era también la enfermedad del hombre en la antigüedad cuando se escribió el
primer Salmo. También aprendo allí el remedio que es tu palabra, tu voluntad,
tu ley. La fe en ti es lo que da dirección y sentido y fuerza y firmeza. Sólo
tú puedes dar tranquilidad al corazón del hombre, luz a su mente y dirección a
sus pasos. Sólo tú puedes dar estabilidad en un mundo que se tambalea.
En ti encuentro las raíces que
dan firmeza a mi vida. Tú me haces sentirme como “un árbol plantado al borde de
las aguas”. Siento la corriente de tu gracia que me riega el alma y el cuerpo,
hace florecer mi capacidad de pensar y de amar y convierte mis deseos en fruto
cuando llega la estación y el sol de tu presencia bendice los campos que tú
mismo has sembrado.
Necesito seguridad, Señor, en
medio de este mundo amenazador en que vivo, y tu ley, que es tu voluntad y tu
amor y tu presencia, es mi seguridad. Te doy gracias, Señor, como el árbol se
las das al agua y a la tierra.
¡Que nunca “se marchiten mis
hojas”, Señor!
(Carlos G.Vallés)
Imagen: Novicias y postulantes de la Congregación Hnas. de la Consolación