Hace varios años, en una asamblea familiar en el barrio El Consuelo,
leímos la parábola del buen samaritano que nos presenta la liturgia
este domingo. Después de escuchar el texto bíblico, le pregunté a los
presentes qué habían entendido. Una señora bastante mayor tomó la
palabra y recapituló el contenido de la parábola diciendo: «Resulta que
un hombre iba por un camino y fue asaltado por unos ladrones que lo
dejaron medio muerto. Poco tiempo después pasó por allí un sacerdote y
al ver al herido, dio un rodeo y siguió su camino. Luego pasó un jesuita
e hizo lo mismo. Luego pasó un samaritano y se compadeció del herido,
lo curó y lo ayudó». Todos los presentes quedamos impresionados con el
excelente resumen que nos había hecho la señora. Lo único que hubo que
corregir fue que el segundo personaje que dio un rodeo para esquivar al
herido no había sido un jesuita sino un levita. Pequeña diferencia, pero
significativa, teniendo en cuenta que yo estaba allí presente.
Cuando leemos esta parábola, tenemos la tentación de pensar en los
malos que dieron un rodeo para no ayudar a este hombre. Su
comportamiento nos parece el colmo. Nos escandalizamos interiormente de
esa falta de sensibilidad y solidaridad. Lo que hizo el Espíritu Santo, a
través de esta señora, fue proponerme la pregunta por mi prójimo de una
manera cruda y directa. La pregunta me quedó clavada entre el corazón y
las tripas. Eso mismo sintieron todos los presentes esa noche. Dios nos
estaba invitando a revivir la escena, no desde la barrera, sino
haciéndonos un personaje más, implicándonos vitalmente en la parábola.
Tuvimos que reconocer que más de una vez habíamos seguido de largo ante
los heridos que Dios había puesto en nuestro camino. Un pequeño lapsus
que no dejó de cuestionarnos hondamente.
Junto a esto, hay otro elemento que me parece que suele perderse de
vista con cierta facilidad al leer esta parábola. Normalmente pensamos
que fue el buen samaritano el que salvó al herido. Sin embargo, aunque
esto es parte de la verdad, no es sino la mitad de ella. La verdad
completa es que el herido también salvó al samaritano, pues fue él quien
hizo posible que este hombre, considerado despreciable por los judíos,
hubiera permitido brotar de su interior lo mejor de sí mismo, haciéndose
prójimo de su hermano maltratado y despojado por los bandidos.
Podríamos decir que el sacerdote y el levita no se dejaron salvar por el
herido. Despreciaron esta maravillosa oportunidad que Dios les daba
para hacerse mejores seres humanos, a la medida de Dios.
No olvidemos que toda esta historia la contó Jesús para explicarle a
un mañoso maestro de la ley, que venía a ponerlo a prueba para ver si
sabía qué se debía hacer para alcanzar la vida eterna. El hombre sabía
muy bien lo que debía hacer: “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón,
con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y ama a tu
prójimo como a ti mismo”. Pero para enredar al Señor, le preguntó: “¿Y
quién es mi prójimo?” Entonces vino la historia. Pidamos para que
nosotros no nos vayamos a enredar con elucubraciones sobre quién es
nuestro prójimo y reconozcamos que muchas veces hemos hecho rodeos para
no encontrarnos con los prójimos malheridos que no sólo habríamos podido
salvar, sino que se habrían podido convertir en nuestra mayor fuente de
salvación.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
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