La otra tarde me senté en una plaza, a mi alrededor algunos ancianos, madres con niños y en un banco cercano un chico que me miraba demasiado fijamente. Saqué mi cuaderno y me puse a escribir cosas que quería retener. De vez en cuando levantaba los ojos y allí estaba él, observándome sin mover pestaña. Entonces decidí no volver a mirar, por esos pequeños miedos que de repente nos entran ante los desconocidos. No habían pasado ni diez minutos cuando él se levantó y se acercó hacia mí pidiéndome permiso para sentarse a mi lado.
Fue entonces cuando me di cuenta de que a pesar de su aspecto masculino y de su corte de pelo, no era un hombre sino una mujer. Me pidió un trozo de papel y un bolígrafo y se los presté, la vi escribir su número de móvil y me entregó una nota donde con letra grande decía: “Aquí tienes una nueva amiga. Tu María”.
De pronto, el temor dio paso a una dulzura amable ante aquella mujer herida en busca de compañía. Me conmovió que firmara “tu María”, ¡qué necesidad de pertenencia tenemos todos¡ -pensé. De ser para alguien, de importar a alguien, de pertenecer a alguien. Me habló de su madre y de un bar que conocía, yo la escuché siguiéndola, regalándole unos minutos de confianza y de cariño. Diciendo que si podía la llamaría aunque sabía que no iba a hacerlo, era por ver emerger una sonrisa en su rostro. Y sus ojos idos y melancólicos se cubrieron de luz. Sentí que ella también me embellecía a mi: “Te vi sola y tan bonita…”, me dijo. Al despedirla le tendí la mano y ella me pidió un beso que también me devolvió. Fueron sólo unos minutos, probablemente no la vuelva a encontrar, tenía signos de dolor y de locura en su cara, pero en aquellos instantes sólo era una mujer herida buscando un rostro donde poderse mirar.
Me viene el recuerdo de María ante el relato de hoy. No fue un “milagro” lo que curó al leproso, a no ser que al afecto, la ternura y la compasión por el otro lo llamemos así. Al leproso lo curó que Jesús lo mirara, reparara en lo que le decía y lo tocara. Sobre todo que posara sus manos buenas sobre su piel herida y sobre su vida marginada. El toque sanador de Dios a través de las manos de Jesús fue lo que devolvió a aquel hombre su dignidad y su belleza. ¡Y qué necesitados estamos todos de toques así!
María me tocó aquella tarde al regalarme su compañía y su atención, ella me curó mis ojos ciegos y mi estrecho amor.
Mariola Lopez srcj
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