La pregunta de
Jesús en el evangelio de hoy no ha dejado de resonar desde que él la
pronunciara hace dos mil años: "¿quién dice la gente que soy yo?" Un
modo sencillo de comprobar su actualidad es ir a las librerías y descubrir cómo
casi cualquier cosa que se escriba sobre Jesús despierta interés, así se trate
de colecciones de obras serias de teología o de literatura fantástica como el
«Código Da Vinci» La diversidad de respuestas sugiere la inmensa riqueza
interior del misterio de Cristo: revolucionario, reformador social, profeta notable,
poeta, taumaturgo, líder fascinante, amigo fiel, modelo de oración y vida
espiritual, etc. En él vemos cumplidas las promesas del Antiguo Testamento y en
él descansan nuestras más hondas y legítimas aspiraciones. Hacia él miran las
antiguas profecías y en él tienen un espejo los políticos y dignatarios. Su lenguaje
y su vida lo hacen cercano a todos, de modo que todos (pequeños y grandes) entienden
sus palabras. En su vida se armonizan cosas que en ocasiones en las nuestras no
logramos (belleza y vigor, autoridad y humildad, cercanía y solemnidad, santidad
y compasión, pureza y amistad con pecadores, ternura y fortaleza…etc. En
consecuencia, para quienes lo seguimos, Jesús es la gran respuesta y la gran
pregunta. Capaz de cuestionar nuestras seguridades y a la vez de curar nuestros
miedos. Es sacerdote y víctima del sacrificio a la vez. Reina desnudo y
escarnecido. Trae la salud pero ha sido herido; es fuente de vida y acepta
morir a manos de criminales; es elocuente incluso cuando calla y muere
proclamando su propia victoria. Su vida es un océano de amor y de luz; su
misterio es fascinante, inagotable y fecundo.
«Es necesario que sufra»
Tal vez la parte más compleja del misterio de Jesucristo se
resume en esas palabras de hoy: "Es necesario que el Hijo del hombre sufra
mucho, que sea rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los
escribas." ¿Por qué "necesario"? ¿Por qué esa cruz espantosa,
ese dolor? ¿Por qué tanto dolor a veces en nuestras vidas? La primera lectura,
del profeta Zacarías, nos da una clave: «Ellos volverán sus ojos hacia mí, a
quien traspasaron con la lanza; harán duelo como se hace duelo por el hijo
único, y llorarán por él amargamente como se llora por la muerte del
primogénito». La tragedia de Cristo es también parte de su lenguaje y lo que
quiere enviarnos como mensaje, de aquello que siempre nos hemos negado a ver:
el rostro del pecado.
«Hazme
una cruz sencilla carpintero,
sin
añadidos ni ornamentos,
que se
vean desnudos los maderos,
desnudos
y decididamente rectos.
Los
brazos en abrazo hacia la tierra,
el ástil
disparándose a los cielos.
Que no
haya un solo adorno que distraiga
este
gesto, este elemento humano
de los
dos mandamientos.
Sencilla,
sencilla, más sencilla,
hazme una
cruz sencilla carpintero» (León
Felipe).
La cruz es una respuesta insólita a nuestra doble tragedia,
la de ser pecadores y la de padecer las consecuencias del pecado. Esa respuesta
brota de sus llagas en sangre de piedad, perdón y reconciliación. El Resucitado
va delante de nosotros como pastor misericordioso que se ha entregado por
nosotros para que tengamos vida y vida en abundancia.
José Luis Guzón, sdb
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