miércoles, 29 de mayo de 2013

Oxigenar la vida


El avión está a punto de despegar y la azafata hace los gestos de las recomendaciones oportunas, apenas pongo atención, salvo en una frase que ya he retenido otras veces: «No olvide ponerse la mascarilla de oxígeno antes de ayudar a los demás». Creo que nuestro primer impulso sería ayudar y luego buscar la mascarilla. Pero no puede ser así. Me evocaba la invitación de Jesús que recoge Mateo: «…ama al prójimo como a ti mismo». Porque si este amor no está en tu vida, ¿cómo vas a poder ofrecerlo? Si no tienes el oxígeno que necesitas para respirar, ¿cómo vas a poder reanimar a otros?
Me ayuda mirar los conflictos en nuestras relaciones, los roces cotidianos, desde ahí: que queremos ayudarnos y, sin embargo, a veces nos lastimamos porque no tenemos el suficiente oxígeno, el suficiente espacio de amor liberado. En realidad, tenemos dentro mucho más amor del que imaginamos sólo que, a veces, se atasca la fuente y necesitamos «expertos» que puedan desatascarla. Los niños son los más autorizados para ello. Me contaron una historia deliciosa. Una catequista preparaba a la primera comunión a unos pequeños con síndrome de down. Cuando llegó el momento en que tenían que hablarle a Dios, uno de ellos le dijo: «Cura mis pensamientos». ¡Cuánto bien nos hace una petición así¡ Sufrimos, en ocasiones, por la deriva de nuestros pensamientos que nos llevan a suponer, interpretar, enjuiciarnos…Se nos convierten en pensamientos tóxicos, que retienen, sobre todo, las voces negativas y no nos dejan reconocer el don que contiene cada experiencia. Qué liberación cuando los pensamientos se paran y nos crece el espacio para acoger lo que vivimos, sin filtros, sencillamente, tal como acontece.
Leía en estos días que la hormona del amor y de los vínculos es la oxitocina. Cuando tenemos niveles altos de esta hormona en nosotros se producen sentimientos de confianza, apertura, calma, conexión, que facilitan el sentir benevolencia y afecto. Ojalá podamos ayudarnos unos a otros a oxigenar la vida, a alimentar, cada día, esos niveles de oxitocina adentro, para poder respirar con más anchura, con más generosidad.
Cuando el vuelo toma tierra cae la tarde sobre Roma. La ciudad se muestra con una luminosidad contenida, nunca me había parecido tan hermosa.

Pequeñas historias: 

Sanar la mirada

“Jesús, compadecido, extendió la mano y lo tocó” ( Mc 1, 40-45 )
La otra tarde me senté una plaza, a mi alrededor algunos ancianos, madres con niños y en un banco cercano un chico que me miraba demasiado fijamente. Saqué mi cuaderno y me puse a escribir cosas que quería retener. De vez en cuando levantaba los ojos y allí estaba él, observándome sin mover pestaña. Entonces decidí no volver a mirar, por esos pequeños miedos que de repente nos entran ante los desconocidos. No habían pasado ni diez minutos cuando él se levantó y se acercó hacia mí pidiéndome permiso para sentarse a mi lado.
Fue entonces cuando me di cuenta de que a pesar de su aspecto masculino y de su corte de pelo, no era un hombre sino una mujer. Me pidió un trozo de papel y un bolígrafo y se los presté, la vi escribir su número de móvil y me entregó una nota donde con letra grande decía: “Aquí tienes una nueva amiga. Tu María”.
De pronto, el temor dio paso a una dulzura amable ante aquella mujer herida en busca de compañía. Me conmovió que firmara “tu María”, ¡qué necesidad de pertenencia tenemos todos¡ -pensé. De ser para alguien, de importar a alguien, de pertenecer a alguien. Me habló de su madre y de un bar que conocía, yo la escuché siguiéndola, regalándole unos minutos de confianza y de cariño. Diciendo que si podía la llamaría aunque sabía que no iba a hacerlo, era por ver emerger una sonrisa en su rostro. Y sus ojos idos y melancólicos se cubrieron de luz. Sentí que ella también me embellecía a mi: “Te vi sola y tan bonita…”, me dijo. Al despedirla le tendí la mano  y ella me pidió un beso que también me devolvió. Fueron sólo unos minutos, probablemente no la vuelva a encontrar, tenía signos de dolor y de locura en su cara, pero en aquellos instantes sólo era una mujer herida buscando un rostro donde poderse mirar.
Me viene el recuerdo de María ante el relato de hoy. No fue un “milagro” lo que curó al leproso, a no ser que al afecto, la ternura y la compasión por el otro lo llamemos así. Al leproso lo curó que Jesús lo mirara, reparara en lo que le decía y lo tocara. Sobre todo que posara sus manos buenas sobre su piel herida y sobre su vida marginada. El toque sanador de Dios a través de las manos de Jesús fue lo que devolvió a aquel hombre su dignidad y su belleza.  ¡Y qué necesitados estamos todos de toques así!
María me tocó aquella tarde al regalarme su compañía y su atención, ella me curó mis ojos ciegos y mi estrecho amor.
 Maite Lopez

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