Sarah Coakley
«Porque no sabemos orar…, pero el
Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Romanos 8, 26).
No, no sabemos orar; y, sin duda, por esa razón el testimonio cristiano de
Teresa resulta tan atractivo y cercano. Porque la mayor parte de su primera
obra (autobiográfica) la Vida –inspirada, por supuesto, en las Confesiones
de Agustín, pero tan deliciosamente diferente de ellas– trata sobre la franca
imposibilidad de orar. O, más bien, trata sobre nuestros interminables
subterfugios para esquivar la oración, para pensar en razones realmente buenas
y totalmente convincentes para no orar, para huir, tan velozmente como nuestras
piernas nos lo permitan, de asa apremiante acción del Espíritu de la que habla
Pablo, la fuente y la meta de todos nuestros anhelos. Quizá mejor que nadie
antes ni después, Teresa nos cuenta –con un detallismo magnífico y casero– cómo
no ser santos, antes de mostrarnos lo costoso que resulta serlo.
Y ahí está la gracia: porque –como Teresa misma fue progresivamente
consciente en el desarrollo de su oración hacia la unión– la huida que todos
hacemos no soluciona nada. El Espíritu está siempre ahí, más cerca de nosotros
que nosotros mismos, más cerca de nosotros que quien nos besa, constantemente
pidiendo permiso para orar en nuestro interior.
Y por eso, nuestras excusas, evasiones, sequedades, nuestro obstinarnos en
la imposibilidad de la oración, no son sino un irónico testimonio de la
indeleble voluntad del Espíritu de «venir en nuestra ayuda». Lo que nos
desasosiega no es que Dios esté ausente, sino el hecho de que esté tan
incontrolablemente presente. Nos recuerda nuestra debilidad, nuestra falta de
control, señales de muerte que, cortésmente, esquivamos dando un rodeo. Como la
propia Teresa escribe en una de sus Relaciones espirituales, ella
escuchó estas palabras de Dios: «No pienses, hija, que unión es estar muy junta
conmigo, porque también lo están los que me ofenden, aunque no quieren».
El reconocimiento de que nuestro rechazo del Espíritu es la otra cara de
nuestro más profundo deseo de entregarnos a él, signo de nuestra auténtica
cercanía a Dios, es precisamente la paradoja de que habla Pablo. Es también el
origen del largo relato de Teresa de cómo va cediendo progresivamente control
al mismo Espíritu. La imposibilidad humana de orar se convierte en espacio de
oración divina.
Lo que inicialmente la condujo (cuando Teresa volvió en serio a la oración)
al disfrute espiritual –éxtasis y «favores»– se transformó, al final de su
ajetreada vida, en un simple reposo en el Espíritu, monótono y
claramente intrascendente. Y casi con desaliento, Teresa descubre, al final del
Castillo interior, que el hecho de ceder ante el Espíritu nos convierte
en seres más extraordinariamente ordinarios de lo que jamás pudimos imaginar.
La vida sigue su marcha, con todas sus pruebas y contrariedades. Sucede que,
finalmente, Dios ha tomado asiento en lo más profundo del alma y ya nada lo
puede mover de ahí.
«No sabemos orar». Cierto; pero, afortunadamente, el Espíritu de Dios sí
sabe, y nos convertirá en santos, si nos atrevemos. Teresa ofrece un inequívoco
y atrayente testimonio de ello. O, dicho con los términos enérgicos de su
propio discurso de despedida sobre la «unión»: «Pensad lo que quisiereis; ello
es verdad lo que he dicho» (7M 2, 11). Así sea. Amén.
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