domingo, 5 de mayo de 2013

¿Amor?

 

 La laureada y aplaudida película de M. Haneke merece una reflexión, más antropológica que cinematográfica. Como mi comentario anticipa el final, he querido dejar pasar el tiempo para que los lectores ya la hayan visto.
Soy sólo un vulgar aficionado al cine y no entraré en análisis técnicos. Ha seducido a muchos la sobriedad del director y la interpretación de los dos actores. Sobre todo ella: me faltó tiempo para buscarla por internet en “Hiroshima mon amour”, y sufrir la inevitable comparación entre los dos rostros y los dos cuerpos: el de 1959 y el de 2012. También creo que las secuencias en que intervienen personajes distintos de ellos dos, aunque fueran necesarias no están del todo bien fundidas con el núcleo del filme (la visita del alumno concertista, la despedida de una cuidadora y hasta las visitas, imprescindibles, de la hija). Prescindiendo de estos detalles más técnicos quisiera hacer algunas observaciones que afectan más al guión o, quizá mejor, al fondo de la película.
Algún comentarista evocó la frase bíblica del Cantar de los cantares: “el amor es más fuerte que la muerte”. La película parece invertir esa afirmación para decirnos que la muerte es más fuerte que el amor. En cualquier caso nos encontramos ante una nueva aproximación entre “eros y thânatos”, pero ahora con carácter de oposición. En este sentido, la película resulta ser una refutación del fácil argumento de Epicuro contra la tragedia de la muerte (“no me afecta: porque cuando ella esté yo no estaré y mientras yo estoy ella no está”). Morir no es ausentarse plácidamente sino un ir gastándose constante. Eso da relieve al milagro de la vida que si, por un lado, parece firme autoafirmación (“siento la vida en mí sin transferencia, sin entrega posible” versificó Ridruejo), por otro lado es de una fragilidad increíble, cuya firmeza puede deshacerse en instantes y por detalles mínimos.
Porque ese milagro de la vida está íntimamente ligado al milagro del amor es por lo que amor y muerte se relacionan también estrechamente. Si Gabriel Marcel intuía que “amar a una persona es decirle: tú no puedes morirte”, Haneke muestra lo que hay de iluso en esa frase. No obstante, la mejor literatura ha polemizado con el pesimismo de Haneke: basta con leer el soberbio “Llibre d’absències” de Martí i Pol para atisbar que quizás el pesimismo del director alemán no tenga la última palabra. El protagonista de Amor no habría podido escribir esas páginas a su mujer. Ni tampoco aquellos versos de L. Panero: “te miro y pienso en las cosas – que no se acaban jamás – porque Dios las ha mirado – y no las puede olvidar.- Una noche cerraremos – nuestros ojos, lo demás – es del viento y de la espuma – pero el amor vivirá”.
El amor vivirá. Desde la apuesta por esa identidad del amor y la vida, identidad milagrosa dada la fragilidad de ambos en nosotros, surgen algunas preguntas al guión de la película que tienen que ver con el amor, y que justifican el interrogante que he puesto en el título. Por muy comprensible que sea, faltaba amor en la exigencia de ella: “prométeme que nunca me llevarás a un hospital”. En esa escena se me encendió una primera luz de alarma. Él se niega de entrada a esa promesa y, al final, la hace más forzado que amante: promete algo superior a sus fuerzas que me evocó la bravata de san Pedro ante Jesús (“aunque todos te abandonen, yo no”). Si el amor es un milagro y un regalo, no debemos atribuírnoslo olvidando nuestra pequeñez: porque luego Pedro negará a Jesús y el protagonista de la película vivirá su amor como un imperativo categórico que le ata más allá de sus fuerzas. Así se vuelve normal que acabe matándola; y resulta significativo que no le prepare una muerte dulce (que hubiera sido lo lógico) sino violenta: fruto más de su propia desesperación y falta de fuerzas que del deseo de evitarle dolor a ella. Esa escena del ahogo en que se ven las piernas de ella debatiéndose, con la resistencia normal de la vida ante todo ataque, me resulta de las más significativas de la película.
En la vida real (y esto me parece otro fallo de guión) él habría ido sintiendo que no podía más y era el momento de consultar a un amigo, cura, médico… en lugar de enquistarse en la obligación de su promesa. Quizás era el momento de quebrantar ésta con tranquila conciencia, y llevarla a un hospital, no sé (caben aquí varias posibilidades). En cualquier caso, la película no es una defensa de la eutanasia: puede ser leída como una lección de que amor y obligación no son lo mismo y crecen en proporciones inversas; o como una advertencia de que amar no es creerse omnipotente sino creer que se está recibiendo una fuerza maravillosa que no es propia y que nos desborda. Cuando no se viva así, estaremos todavía ante copias más o menos pálidas del amor.
Y esto merece ser puesto de relieve, porque nunca ahondaremos bastante en ese triple (¿trinitario?) misterio de vida, amor y muerte que tanto nos envuelve.
J. I. González Faus.

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