Hubo
un tiempo de mi vida
en
el que creía que había que desenmascarar injusticias,
cayera
quien cayera.
Hay
que enfrentar a cada persona con su verdad, pensaba,
hay
que ser exigentes , firmes, claros;
Para
cambiar a una persona, hay que hacerle ver sus fallos,
hay
que ayudarle a conocer
sus
obligaciones y responsabilidades.
Sin
darme cuenta, me situaba en el grupo sombrío
de
los que juzgan, exigen y condenan,
de
los que murmuran de Jesús
porque
comía con gentuza
y
no les recordaba el cumplimiento de la
Ley
ni
les reprochaba su conducta.
La
vida y, sobre todo el Evangelio, su Palabra, me han ido enseñando
que
ese es un camino cojo
porque
la verdad, sin amor, deja de ser verdad.
He
ido aprendiendo que todos nos defendemos y nos blindamos
cuando,
desde fuera, pretenden invadirnos o cambiarnos.
En
cambio, cuando alguien se nos acerca
sin
pretender nada de nosotros, gratuitamente,
cuando
alguien nos ofrece su respeto y su confianza,
cuando
el mensaje que leemos en sus ojos
es
que está dispuesto a querernos tal como somos
y
a aceptarnos sin condiciones,
entonces
se esponja en nosotros
nuestra
identidad más verdadera,
y
florece lo mejor que llevamos dentro.
Sólo
entonces comenzamos a creer que nos es posible cambiar,
sólo
entonces recobramos la confianza en nosotros mismos,
sólo
entonces se realiza el milagro
de
ser también nosotros capaces de confiar en los demás.
Sólo entonces Alguien nos llama por nuestro nombre
y nos invita a transformar este mundo,
lleno de zarzas y de maleza en una tierra acogedora,
en la que nadie se sienta excluido.
Sólo entonces mi vida entera y la de mis hermanos se convierte
en un camino duro y trabajoso, lento y paciente, hacia esa meta.
Pero en medio del esfuerzo y las dificultades,
contamos con una ráfaga que nos viene de otra parte,
con el Espíritu de Dios mismo
que impulsa nuestro peregrinar
hacia el horizonte.
Y no tengo otra misión que la de convertirme
en cauce de ese amor, en canal de acogida, comprensión,
que no es mía, que no es nuestra
pero que nos habita.
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