miércoles, 16 de noviembre de 2011

Capitulo General


XVII Capítulo General de las Hermanas de la Consolación Roma, 11 de noviembre de 2011 Gonzalo Fernández Sanz, CMF

Introducción
En 1949 el filósofo marxista Ernst Bloch publicó su famosa obra “El Principio Esperanza”.
Muchos años después, en 1992, el teólogo Jon Sobrino publicó “El Principio Misericordia”2. En su
obra, este teólogo español, afincado en El Salvador, afirma que “por Principio-Misericordia
entendemos aquí un específico amor que está en el origen de un proceso, pero que además
permanece presente y activo a lo largo de él, le otorga una determinada dirección y configura los
diversos elementos dentro del proceso. Ese Principio-Misericordia –creemos– es el principio
fundamental de la actuación de Dios y de Jesús, y debe serlo de la Iglesia”.
Quizá nosotros, en el contexto de este XVII Capítulo General, podríamos hablar del
“principio consolación” como una manera de situarnos ante la realidad de Dios y de los hombres.
Porque, en medio de la batalla de la vida, os sentís consoladas por Dios, podéis ser también
consolación para los demás.
La experiencia de sentirse consolados es una experiencia mística. Ésta, por su misma
naturaleza, no es el resultado de un aprendizaje autónomo sino un don que ofrece “una forma
especial de conocimiento de Dios que se caracteriza por su condición experimental y por llegar a
Dios más allá de lo que permiten alcanzar el conocimiento por lo que otros cuentan de él y el
conocimiento por conceptos”3. Es, dicho con una fórmula clásica, una “cognitio Dei
experimentalis”.
Desde esta perspectiva se comprende mejor el alcance de la famosa “profecía” rahneriana:
“El cristiano del futuro o será un místico, es decir, una persona que habrá experimentado algo, o
no será cristiano”. Por místico, pues, entendemos un explorador del Misterio, no un simple cartógrafo, alguien que ha tenido una experiencia de encuentro con Dios, que habla
simbólicamente de lo que “ha visto y oído” (cf. 1 Jn 1,1-4) y que conduce una existencia
transfigurada y luminosa que puede guiar a los demás. ¿No es precisamente éste el aporte a la
iglesia y a la humanidad que se espera de los consagrados en momentos de desorientación?
Necesitamos más exploradores (hombres y mujeres que “hayan experimentado algo”) y menos
cartógrafos (hombres y mujeres que se limitan a dibujar mapas teológicos, canónicos o
formativos)
Como preparación para la experiencia de este Capítulo General, creo que es bueno que
caigamos en la cuenta de la llamada que habéis recibido a ser “mujeres de experiencia”. A partir
de aquí, se puede entender todo lo demás. La experiencia mística anticipa en el presente, siquiera transitoriamente, el encuentro final. Por eso, es capaz de sostener la esperanza cuando no parecen existir motivos para ella. En momentos de crisis como el actual, caracterizado por la falta de esperanza, la mística se hace más necesaria. La experiencia mística transparenta la gloria de Dios en la fragilidad de nuestra condición humana. El beato John Henry Newman supo acuñar una hermosa fórmula para dibujar este viaje de ida y vuelta (exitus-redditus): “La gracia es la gloria en el destierro; la gloria es la gracia en casa”.
¿Cómo vivir hoy esta experiencia? ¿Qué camino nos conduce a ella? Antes de sugerir
algunas pistas sobre el camino de la experiencia mística en la vida consagrada y sobre el
significado de los consejos evangélicos, es preciso acercarnos brevemente al símbolo del camino y
a la etapa umbral de búsqueda-acogida.
1. “Indícame el camino que he de seguir” (Sal 142,8)
Preguntarse por el sentido de la vida – Estar abiertos al adviento de Dios
(búsqueda-acogida)
1.1. La espiritualidad en la encrucijada de caminos
A la vista del pluralismo que caracteriza hoy la interpretación de la vida humana, de la
diversidad de caminos que se abren ante nuestros ojos, es normal que supliquemos a Dios con el
salmista: “Indícame el camino que he de seguir” (Sal 142,8). Podríamos reconocernos también en
la pregunta que el apóstol Felipe formula a Jesús en el cuarto evangelio. Como él, quisiéramos
seguir al Maestro, pero no sabemos cómo porque tenemos la impresión de que es un guía
experto, pero “ausente”: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?”
(Jn 14,15). Nos resulta difícil encontrar respuesta a las preguntas esenciales: ¿Cuál es nuestro
itinerario en la vida? ¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿Qué sentido tiene lo que hacemos? ¿Cómo
vivir significativamente nuestra vocación religiosa en este mundo tan cambiante? En contra de las predicciones que se hacían en la segunda mitad del siglo pasado acerca de
la pronta desaparición de las religiones y del predominio del paradigma positivista, hoy la
espiritualidad está de moda7. El término espiritualidad engloba, ciertamente, fenómenos muy
dispersos y, en ocasiones, contradictorios. Abarca desde el fundamentalismo religioso hasta el
redescubrimiento de la oración, pasando por fenómenos como la new age, prácticas como la
meditación trascendental o las terapias de sanación integral. Se llega a hablar de ella como de un
fenómeno “salvaje”8 y como “la luz de la nada”9. Hay incluso “místicos de la ausencia de Dios” (T.S. Eliott, Paul Celan, E. M. Cioran). Pero, en cualquier caso, en medio de esta gran diversidad, existe un denominador común: el deseo de ir más allá de un estilo de vida basado en la mera satisfacción de las necesidades materiales. A veces, se expresa como nostalgia del paraíso perdido; otras, como anhelo de una patria nueva.
Esta búsqueda espiritual se realiza a menudo al margen de las religiones tradicionales y de
las iglesias instituidas.
Todo peregrino es, en el fondo, un buscador. Quizá sea esta la categoría que mejor aglutina a creyentes y humanistas. Lo que los seres humanos hacemos (ciencia, técnica, arte, política,religión, etc.) es, en definitiva, una búsqueda del sentido de la vida, de la plenitud personal y –aunque no siempre lo interpretemos así– una “búsqueda de Dios”. Desde que llegamos al uso de la razón, no hacemos otra cosa –en expresión del teólogo González de Cardedal– que preguntarnos por el qué de la realidad por si acaso ese qué fuera un quién y ese quién tuviera algo que ver con nosotros y nosotros con él. Quizá nadie como san Juan de la Cruz ha sabido expresar
con más hondura esta experiencia de “ausencia-búsqueda-encuentro” propia del camino
espiritual: “¿Adónde te escondiste, / amado, y me dejaste con gemido? / Como el ciervo huiste, /
habiéndome herido; / salí tras ti, clamando, y eras ido”. Todo su Cántico Espiritual10 es un poema en el que se describe el itinerario agónico de la búsqueda de Dios: “Buscando mis amores, / iré por esos montes y riberas; / ni cogeré las flores, / ni temeré las fieras, / y pasaré los fuertes y fronteras”.
Hoy hablamos mucho de la búsqueda de Dios también en el ámbito de la vida consagrada.
La instrucción de la CIVCSVA sobre Autoridad y Obediencia (2008) recupera esta clave para
entender esta forma de seguimiento de Cristo: “La vida consagrada, llamada a hacer visibles en la Iglesia y en el mundo los rasgos característicos de Jesús, virgen, pobre y obediente, florece en esta búsqueda del rostro del Señor y del camino que a Él conduce (cf. Jn 14,4-6)” (n. 1). Pero, ¿es
suficiente hablar de “búsqueda de Dios” para expresar la tensión propia del camino espiritual?
¿No tendríamos que reconocer, más bien, que es Dios quien nos busca y encuentra? ¿No es ésta
precisamente la gran novedad del cristianismo en relación con otras religiones? En realidad,
ambos movimientos (búsqueda y encuentro) van unidos. Jesús nos habla de Dios como de un
padre que, cuando el hijo que se había puesto en camino aún estaba lejos, “profundamente
conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos” (Lc 15,20). Es Dios
quien da el primer paso, quien suscita en nosotros el deseo de buscarlo. La tensión entre la
búsqueda y el encuentro la sintetizó hermosamente el poeta Antonio Machado: “Por todas partes
te busco / sin encontrarte jamás, / y en todas partes te encuentro / solo por irte a buscar”11. En
realidad, como Jesús nos dice, no buscaríamos si no fuéramos impulsados y atraídos por Dios
mismo: “Nadie conoce al Padre sino el Hijo y a quien el Hijo que lo quiere revelar” (Lc 10,22).
Despertar el deseo es ya el primer fruto de la experiencia mística porque nos saca del letargo y nos
prepara para reconocer los signos de Dios en la intemperie de la vida cotidiana.
(Continuará)

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