Vocación, esta llamada al Amor que se dona, es lo que explica, en la raíz, el misterio de la vida de la persona, misterio de predilección y gratuidad absoluta. De hecho, existe una criatura en la que el diálogo entre la libertad de Dios y la libertad del hombre se realiza de modo perfecto, de manera que las dos libertades puedan actuar realizando plenamente el proyecto vocacional. Una criatura que nos ha sido dada para que en ella podamos contemplar un perfecto designio vocacional, el que debería cumplirse en cada uno de nosotros. María es la imagen de la elección de toda criatura, elección que va más allá de lo que la criatura puede desear para sí: que le pide lo imposible y le exige sólo una cosa: fiarse.
Ella es modelo de la libertad humana en la respuesta a esta elección. Libre para pronunciar su sí, libre para encaminarse por la larga peregrinación de la fe.
La vida entendida como vocación es, por ello, la única concepción que hay de la vida como algo vivo. Fuera del amor no hay vida humana. Cualquier otra concepción de la vida reduce ésta a algo mecánico, rutinario. Desde esta llamada, la vida se convierte, por el contrario, en una gran aventura.
La conciencia de que la vida es un don no debería suscitar solamente una actitud de agradecimiento, sino que debería sugerir la primera gran respuesta a la cuestión fundamental sobre el sentido: la vida es la obra maestra del amor creador de Dios y es en sí misma una llamada a amar.
La persona es vocación a Cristo, por lo mismo, vocación a la Iglesia, conjunto de los que forman el Cristo actual. Si, pues, todo ser humano tiene su propia vocación desde el momento de su nacimiento, existen en la Iglesia y en el mundo diversas vocaciones que manifiestan la imagen divina impresa en el hombre. Vocación al matrimonio, al sacerdocio, al laicado, a la vida consagrada.
Centrándonos en esta vocación última. Consiste en una vida inspirada y plasmada en la vida de Jesús, de su existencia humana. Los Evangelios dan testimonio de ello, y nos narran que la existencia de Jesús fue, toda ella, según la voluntad de Dios, y por tanto fue una existencia que es para nosotros norma ante la cuál no hay alternativa.
El Consagrado/a sigue a Cristo casto, pobre y obediente, porque ha descubierto en Él una vida buena, bella y feliz. Esto no es sinónimo de simpleza sino de sencillez, aventura, riesgo, entrega, Pasión… (Continuará)
Ella es modelo de la libertad humana en la respuesta a esta elección. Libre para pronunciar su sí, libre para encaminarse por la larga peregrinación de la fe.
La vida entendida como vocación es, por ello, la única concepción que hay de la vida como algo vivo. Fuera del amor no hay vida humana. Cualquier otra concepción de la vida reduce ésta a algo mecánico, rutinario. Desde esta llamada, la vida se convierte, por el contrario, en una gran aventura.
La conciencia de que la vida es un don no debería suscitar solamente una actitud de agradecimiento, sino que debería sugerir la primera gran respuesta a la cuestión fundamental sobre el sentido: la vida es la obra maestra del amor creador de Dios y es en sí misma una llamada a amar.
La persona es vocación a Cristo, por lo mismo, vocación a la Iglesia, conjunto de los que forman el Cristo actual. Si, pues, todo ser humano tiene su propia vocación desde el momento de su nacimiento, existen en la Iglesia y en el mundo diversas vocaciones que manifiestan la imagen divina impresa en el hombre. Vocación al matrimonio, al sacerdocio, al laicado, a la vida consagrada.
Centrándonos en esta vocación última. Consiste en una vida inspirada y plasmada en la vida de Jesús, de su existencia humana. Los Evangelios dan testimonio de ello, y nos narran que la existencia de Jesús fue, toda ella, según la voluntad de Dios, y por tanto fue una existencia que es para nosotros norma ante la cuál no hay alternativa.
El Consagrado/a sigue a Cristo casto, pobre y obediente, porque ha descubierto en Él una vida buena, bella y feliz. Esto no es sinónimo de simpleza sino de sencillez, aventura, riesgo, entrega, Pasión… (Continuará)
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