En un cuento africano la protagonista es una mujer que, al atravesar un bosque, encontró unos extraños personajes que tenían el pecho abierto y el interior completamente vacío. Vivían alejados de todos, solos y rechazados porque no eran capaces de querer a nadie. Entonces ella se fue acercando a cada uno, los fue abrazando y al hacerlo su herida se cerró y en su interior comenzó a latir de nuevo el corazón.
En el “bosque” de nuestro mundo hay también mucha gente portadora de heridas muy hondas causadas por el abandono, el rechazo, los malos tratos, la decepción, la soledad... “La tierra de las lágrimas permanece en un lugar muy secreto”, decía el Principito. Todos llevamos alguna de esas heridas ocultas y una de las señales de crecimiento en madurez es aprender a sanarlas y a dejar que otros nos ayuden a ello.
Hemos encontrado personas que, a fuerza de creer en nosotros, nos hicieron más
conscientes de nuestros dones, dijeron en voz alta lo que nosotros pensábamos y nos dieron permiso para ser lo que de verdad somos.
Y es que, cuando nos sentimos queridos y aceptados, cuando alguien se fía de nosotros, lo mejor de nosotros que estaba escondido, como una semilla enterrada, rompe su cáscara y crece hasta llegar a florecer.