miércoles, 4 de julio de 2012

¿Que es la vocación? II Parte.

     

    Era el tercer día de Ejercicios. Por la mañana. Un muchacho llamó a mi habitación.
     —Padre, ¿podría hacerle una pregunta?
     —¿Fácil o difícil?
     — Yo creo que para usted será fácil, pero para mí...
     Le hice sentar. Empezó sin preámbulos:
     —¿Qué es la vocación?
     Y clavó sus ojos en los míos, sin pestañear, sin arrogancia, en espera de una respuesta definitivamente liberadora.
     Mecánicamente me quité las gafas, me froté los ojos.
     Mientras, sin querer, me acordé de mi profesor de moral, un hombre anciano, pequeño, que sabía demasiado: cada vez que empezaba una nueva cuestión se pasaba toda una clase dando definiciones, primero, e impugnándolas después, sin llegar nunca a encontrar una definición plenamente satisfactoria. Comprendí, de repente, que mi viejo profesor había estudiado en la vida de los hombres, además de haber leído muchos libros.
     Aquellos ojos no buscaban una definición teórica de la vocación, preguntaban por su vocación. ¡Su vocación! ¿Qué sabía yo de su vida, de los planes de Dios sobre él, de su familia, de su fe, de su esperanza?
    Me puse las gafas.
     Finalmente le dije:
     —No lo sé.
     Quiso sonreír, creyendo que bromeaba, pero comprendió que no, que lo había dicho en serio.
     —Pero...
     Y bajó los ojos, desconsolado.

     Un silencio molesto cayó sobre nosotros. No pude, de veras, no pude salir del paso con unas frases ingeniosas. Tenía mis ideas sobre la vocación. Hasta había dado no hacía mucho unas conferencias sobre ella. Pero no era lo mismo. Una cosa es la definición de la vocación y otra, muy distinta, la vocación de un cristiano concreto, la de aquel muchacho desconocido que tenía ante mí, medio encorvado, lejano, preocupado.
     —Entonces..., murmuró.
     Había que romper aquel silencio. Sin filosofías. Por esto intenté aplazar la respuesta:
     —Mira, la definición que yo recuerdo está en latín. No la entenderías. ¿Me dejas unas horas para traducirla?
     Me miró de nuevo, entre incrédulo y animado, deseoso de que no se le cerrase aquella puerta.
     —Durante los ratos libres, procura encontrar la definición de «amistad». ¿Quieres? Y, si te sobra tiempo, busca también la de «alegría». Luego, por la noche, vienes y hablamos.

      Vino, y hablamos. Hablamos de todo: de los Ejercicios y de su infancia, de sus hermanos y de sus viajes, de su casa y de las misiones...
     De todo. Daba gusto oír a aquel muchacho con inteligencia de hombre y corazón abierto.
     No había encontrado la definición de «alegría», ni la de «amistad».
     —Es algo que noto en mí, pero no sé cómo explicarlo.
     —¿Te extraña, entonces, que tampoco yo sepa definir la vocación?
     —Padre, no vale, es distinto. Usted ha de saber...
     Le expliqué la costumbre de mi viejo profesor de moral, con sus letanías de definiciones. Cada una desde un punto de vista diferente. Con un aspecto luminoso. Pero incompletas. Y esto tratándose de definiciones teóricas. Porque luego hay que tener en cuenta las situaciones concretas y personales.
     —Tú no me preguntas por la definición de vocación. Tú quieres que te diga tu vocación. Esto no es fácil. Me atrevo a decirte que es imposible.
     Esta vez no dio señales de contrariedad. Comprendía que hablaba noblemente, que intentaba acompañarle, ser testigo de su aventura. Pero sólo testigo. La vocación es algo demasiado íntimo, demasiado personal, para que alguien, desde fuera, intervenga en su decantación.
     —La vocación es el designio amoroso de Dios sobre cada cristiano. ¿Recuerdas las meditaciones del primer día? Todo  —las piedras, los astros, los árboles...—, todo es un canto de gloria al Creador. La gloria de Dios. Cada cristiano que va madurando su fe, su caridad, su esperanza, es una nota más afinada en ese concierto universal. Concierto universal en una Iglesia, en un cuerpo maravilloso —decimos cuerpo místico— cuya cabeza es el Señor, cuyos miembros somos nosotros. Cada uno en su puesto. Cada uno piedra de un templo —piedras de fundamentos, de columnas, de capiteles, de altar...—, piedras vivas amorosamente pulidas por el Espíritu, compradas a precio de sangre por Jesús...
     Mis palabras encontraban eco sonoro en el silencio de la noche.
     —...Lo que Dios espera de cada hijo suyo es una disponibilidad generosa. El Señor baja todas las tardes, como al principio, cuando la creación, a pasear con sus hijos. Lo que busca es cariño. Necesita amistad. La vocación es una amistad.
     Le brillaban los ojos. No quise que mis palabras pudiesen estorbar la acción de la gracia. Era excesivamente tentadora aquella atención, aquel sorber cada palabra que iba diciendo.
     Tomé el Evangelio de encima la mesa.
     Y leí despacio:
     «Hallándose Juan con dos de sus discípulos, fijó la vista en Jesús, que pasaba, y dijo:
     —He aquí el Cordero de Dios.
     Los dos discípulos, que le oyeron, siguieron a Jesús.
     Volvióse Jesús a ellos, viendo que le seguían y les dijo:
     —¿Qué buscáis?
     Dijeron ellos:
     — Maestro, ¿dónde moras?
     Les dijo:
     — Venid y ved.
     Fueron, pues, y vieron donde moraba, y permanecieron con Él.
     Eran como las 4 de la tarde».
     (Eran como las 4 de la tarde. En una época en que no usaban cronómetros es significativo ese detalle señalado por Juan muchísimos años después. Es el recuerdo amoroso de una intimidad nunca olvidada).
     «Vosotros sois mis amigos. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: pero os digo amigos, porque todo lo que oí al Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca».

     Dieron las dos. La luna caía poderosa sobre el mar. Nadie hubiera dicho que era de noche. Apoyados los codos en la ventana, permanecimos Dios sabe cuánto tiempo extasiados, sumergidos, en aquella paz.
     —Padre, ya sé qué es la vocación. Es una amistad.
     Guillermo hablaba en voz baja, despacio, como vaciando el alma en cada palabra.
     —Una amistad, y una alegría que nunca había sospechado. Yo creía que era una voz que se oía, que llamaba: como si Dios tuviese que pronunciar mi nombre. No hace falta. Sería superfluo, inútil. Y luego esa paz tan grande. Sí, es una amistad.


Próximo día tercera parte de esta interesante vocación
 

domingo, 1 de julio de 2012

¿Que es la Vocación?


     Un domingo, a media mañana, me llamó el portero:
     —Una joven quiere hablar con usted.
     (Quienes no viven en un seminario no saben lo que son los porteros de seminario. No lo saben. No pueden saberlo).
     —¿No te he dicho mil veces que no recibo a nadie sin saber su nombre? ¡Anda, pregúntale cómo se llama! ¿Será Anamari?, añadí para mí.
     A los pocos segundos, por teléfono:
     —Efectivamente. Me ha dicho que sí.
     —Que sí, ¿qué?... Pero, ¿qué le has dicho?...
     —Si se llamaba Anamari. Y me ha contestado que sí. Ha puesto mala cara.
     —Pero, hombre... ¿por qué le has dicho?...
     Era inútil. Ya estaba hecho.
 
     La encontré llorando. Mal comienzo. Esos porteros...
     (Un día tengo que hablaros de los porteros de seminario: sus equívocos, sus olvidos... y su figura bucólica. Porque, a fin de cuentas, los porteros son nuestros pararrayos. Con sus anchas espaldas, ¡muy anchas!, su mirada «trascendente», su ritmo de eternidad, nos prestan un gran servicio. Cabezas de turco cuando las cosas van mal por su culpa o porque las cosas no siempre pueden ir bien).
     La saludé. Poco a poco se fue calmando.
     —Usted dirá, señorita.
     —Soy Anamari. (No la conocía personalmente). ¿Me esperaba usted?
     No estaba yo aquella mañana para rodeos:
     —La temía.
     —¡Algo malo habrá hecho entonces!...
     —Todos los días, al empezar la misa digo en voz alta que soy pecador. ¿Usted no?
     —Con ustedes no se puede discutir. Siempre quieren tener razón.
     (Lo que me temía: había venido a discutir, a acusarme. Mal panorama. Preferí entrar en materia directamente):
     —Anamari, con quien no se puede discutir es con Dios.
     —Esto ya me lo ha dicho Ernesto infinidad de veces.
     —Y usted, ¿qué opina?...
     —Yo no puedo opinar. Es toda la vida rota de repente. ¿Cómo Dios puede querer nuestro sufrimiento? Nunca hemos hecho nada malo. Usted lo sabe. ¡Nunca! Y ahora, de repente, «adiós, niña». ¿Por qué nos conocimos? ¿Por qué ha ido creciendo nuestro amor? Para tener que estrujarte el corazón y quedarte para vestir santos. Y luego vendrán ustedes hablando de la voluntad de Dios, de las almas de los pobrecitos infieles, del África y del Japón. Y de nuestro Señor que pasa y dice a Pedro y Andrés, a Santiago y Juan, y a Ernesto, claro: «Ven. Sígueme.» Todo muy bonito. La vocación. Tener vocación. ¿Cómo sabe usted que Ernesto tiene vocación? ¿Qué es la vocación? Un chico que vale, ¿verdad? Y, ¡a cazarle! Y por fin se ha salido con la suya. Y él, que es un cándido, ha caído como un bendito. Ir a las misiones. Pobrecito, y luego le destinarán de coadjutor a un pueblo de mala muerte. Y no se dan cuenta que alguien queda en la cuneta. Poco importa. ¡Es una mujer! El tiempo todo lo cura.
     Se echó a llorar. Había motivo.
   
   Conocí a Ernesto indirectamente. Un compañero suyo me habló de él muchas veces. Hasta que me lo presentó. Empezamos a tratarnos. A los dos nos encanta leer el «Tin Tin».
     Ernesto y Anamari salían juntos desde hacía dos años. Se querían de veras. Su alegría era contagiosa.
     Al año y medio Ernesto empezó a tener miedo de su felicidad. Curaría cuerpos, se querrían siempre mucho, su casa se llenaría de hijos, pero... ¿y los demás? Fue una larga maduración. Un doloroso descubrimiento.
     Anamari se equivocaba: nadie le había dicho nada. Era Dios. Era Dios que le hablaba a través de los cuerpos enfermos y de las pobres almas sin ideal. Era Dios. Y había sido ella misma, Anamari, la que le había afinado el oído.
     Oró largamente, y ella notó algo raro en sus ojos, como un mar profundo, lejano, cada vez más transparente y cada vez más hondo. Lloró a escondidas, porque si renunciar al amor siempre es difícil, renunciar a Anamari era heroico.
 
     —Padre, lo he visto claro. Estoy deshecho, pero no se puede discutir con Dios.
     En la vida sacerdotal hay momentos en los que se tiene la sensación de tocar el misterio con la palma de la mano. No sólo en la misa, no sólo al trazar una cruz sobre un corazón arrepentido. Somos puentes, pobres puentes solitarios, que unen Dios y los hombres, los hombres y Dios. Sencillos puentes, puentes olvidados. Pero también somos testigos de Dios, vemos, palpamos su obrar, tocamos el eco de su palabra, pobres puentes solitarios, escenario de Su amor y del amor de sus hijos.
     —Por si quedase alguna duda, que no me queda, acabo de encontrar una frase de san Pablo que no tiene réplica: « ¡Vamos, hombre! ¿Quién eres tú para pedirle cuentas a Dios? ¿Va a decirle la arcilla al que la modela: por qué me has hecho así?»
 
      —Anamari, temía su visita. Siempre es doloroso ver sufrir. El tiempo, tiene usted razón, no cura nada. El Señor, sí. Basta abrir el Evangelio para ver que pasó —y pasa— haciendo el bien. Las heridas del corazón han de lavarse primero con lágrimas —por eso encuentro normal que llore—, pero luego han de ponerse al Sol. El Señor pasará, está pasando, y dará sentido a su dolor.
     ¿Qué es la vocación? La de Ernesto, un servicio social. Ser padre no de sus hijos, sino de los hijos de Dios. La suya, de momento, un ofertorio. Alguien es ofrecido. Todos los que ofrecen ofrecen con amor, pero hay personas que ofrecen el amor.
     Esperaba su visita. Porque suponía su dolor, porque estoy cierto de su fe, he escrito tres frases detrás de una cartulina:
     La primera ya la habrá oído de labios de Ernesto: «Anamari, ¿quién eres tú para pedirle cuentas a Dios? ¿Va a decirle la arcilla al que la modela: por qué me has hecho así?».
     La segunda son palabras de una madre que acababa de perder a su hijo. Fíjese: «Frecuentemente es de Dios de quien tenemos envidia».
     La tercera es una definición bastante buena de la vocación de Ernesto y de su vocación, de mi vocación y de la vocación de cada cristiano: «La vocación es algo esencialmente social. Algo sustraído al capricho del individuo. Es realizar sencillamente la idea que Dios tiene de nosotros».

Pendientes de las siguentes partes de la historia...